Hasta que baje el telón

Este lunes vi a J. Un hombre de unos treinta años con el que llevo trabajando alrededor de un año. Cuando le conocí, llevaba tres años sin salir no ya de su casa, sino apenas de su habitación. No hablaba con nadie, ni siquiera comía en la misma mesa que sus padres. Su enclaustramiento se debía además de a sus problemas sociales, a las obsesiones que tenía con la limpieza. Por poner un ejemplo, el simple hecho de estar sentado en la silla de mi despacho le daba un asco casi insuperable. Durante este tiempo de terapia el avance ha sido estratosférico. Lo normal en terapia es que lo avances sean más humanos y menos de película, pero de vez en cuando, se produce este suceso fruto de una combinación casi milagrosa de circunstancias. Por descontado, otras veces esa misma suma de elementos lleva a que algunas personas salgan muy decepcionadas de mi trabajo. Pero con J tenía un pase privilegiado para la alfombra roja de los Oscar: ha venido todos estos días solo a sesión, ha cogido el Metro, nos saludamos dándonos la mano (con la de gérmenes que hay en ellas), sale a la calle a pasear, va al Banco a hacer gestiones, se ha comprado un teléfono y se ha abierto whatsapp, una cuenta de correo e incluso se ha apuntado a Infojob. Come con sus padres y habla con su hermana. Se ha apuntado al paro y espera que le llamen para un curso formativo. ¿No te parece sorprendente? ¿Un ejemplo para todos nosotros?

El lunes cuando le vi, venía de hacer una entrevista de trabajo y siéntate, le habían cogido para trabajar en unos supermercados y empezaba nada más y nada menos que al día siguiente, el martes; o sea ayer.
Estaba nervioso pero decidido. Nos preparamos para la ocasión y nos despedimos a la espera de que me informase de cómo había ido ese primer día de trabajo. Aunque yo también estaba nervioso no podía de la alegría, de no salir de su habitación en años ni hablar con nadie, en unas horas iba a empezar a trabajar.
Ayer, al mediodía, me encontré una llamada perdida suya y le llamé. Su contestación no dejaba lugar a dudas. “Rafa, ha sido catastrófico”. Esto fue lo que me contó: “A pesar de salir con una hora y media de tiempo he llegado diez minutos tarde. Me he perdido y de ahí el retraso. Nada más llegar me he disculpado, varias veces, pero la jefa no dejaba de mirarme con mala cara y reprocharme mi retraso. Yo le he explicado el porqué de él, pero no dejaba de mirarme mal y reprocharme de muy malos modos que no era forma de empezar a trabajar llegando diez minutos tarde. Yo le daba la razón, pero no servía de nada. Me ha dejado el uniforme y unas botas, pero con los nervios supongo, me he liado poniendo los cordones y he tardado más de lo necesario parece ser. No dejaba de mirarme con cara de asco, y en un momento dado me ha preguntado si me parecía normal empezar a trabajar a esas horas. Yo una vez más me he vuelto a disculpar, y como no dejaba de mirarme con desprecio, le he preguntado que más quería que hiciese. Entonces, me ha contestado que lo que quería que hiciese es que cogiese mis cosas y me fuese a casa. Así que a los veinte minutos de haber llegado al trabajo me han despedido”.
¿Odias a esta señora verdad? Yo la he odiado, y la he insultado. No podía creerme que con el enorme esfuerzo que había hecho J para llegar hasta allí, esta desalmada le tratase de esta forma tan deshumanizada. No le ha dado ni un día de prueba, no ha comprobado si aprendía la lección, su motivación por el trabajo u otras cualidades. Sencillamente, ese error de llegar diez minutos tarde ha sido una sentencia de muerte.
Al poco rato he dejado de meterla la cabeza en ácido, al fin y al cabo, esta persona podría ser perfectamente alguien que entre en mi consulta la hora siguiente. La auto exigencia y la exigencia son algo muy común en nuestra sociedad que nos hace sufrir mucho a nosotros, y a quiénes nos rodean.
No, este miércoles no quiero hablar de esta persona que o no tenía un buen día o no tenía una buena manera de encarar la vida, sino de cómo, a veces, uno hace las cosas bien y sale mal.

J, recluido durante tanto tiempo, inevitablemente, concluirá que lo que pasó ayer es culpa suya. Y se equivoca. Sólo ha tenido mala suerte. A veces pasa. Uno cuida a su pareja y le dejan, a pesar de hacer deporte y cuidar su alimentación le descubren un tumor, estudia un examen y suspende, o llega dos horas antes al aeropuerto y le cancelan el vuelo. “Ya, si tan bien lo hago, ¿porqué los resultados no acompañan?”. Pues porque aunque no es lo más habitual, a veces, los astros se alinean para llevarnos la contraria. Si a J, le echan de los siguientes trabajos, le dejan las siguientes parejas o pierde todos sus amigos, desde luego debe indagar dentro de él qué va mal; por el contrario, que a veces las cosas no salgan como deseamos no implica por necesidad que estemos haciendo nada mal.
Aunque no dejemos de nadar para mantenernos a flote, a veces el caos hace un embudo que nos ahoga. ¿Entonces qué? Pues entonces hay que avanzar, dejar atrás cuanto antes esa mala experiencia y mirar hacia delante. Seguir, seguir hasta que baje el telón. También hay tiempo para lloriquear y maldecir, pero rápidamente hay que continuar con lo que te traías entre manos. Lo estabas haciendo muy bien. Sigue así.
Hasta que baje el telón, tienes una oportunidad. Hasta que baje el telón.

El rumor del olvido.