Ángulo muerto

Si al niño cuanto más chocolate le das más chocolate quiere, al adulto cuanta más seguridad le das, más seguridad quiere. Nuestra sociedad es más fácil, segura y previsible de lo que nunca ha sido, y en cambio, nos sentimos más ansiosos, indefensos y cobardes de lo que nunca hemos sido. ¿Por qué? Ya lo he dicho antes: nos estamos empachando de onzas de comodidad y seguridad.

Cojamos como reflejo de la sociedad los coches actuales. Las ventanillas se bajan con un botón; los espejos se pliegan eléctricamente; las cajas de cambio pueden ser automáticas para salvarnos del fatigoso ajetreo del embrague, además de ahorrarnos el bochorno de calar el coche; el volante tiene dirección asistida, tanto, que puede moverse con el dedo meñique; la maniobra de aparcar no solo cuenta con pitidos y cámaras con líneas que solo has de seguir, existe una opción que te aparca el coche solo; el ángulo muerto, esa esquina de incertidumbre tan necesaria para mantener en forma la musculatura emocional del ser humano ente las incógnitas de la existencia, ahora ha sido eliminada por una lucecita roja que avisa de la presencia de la leona tras el matorral; los espejos retrovisores son anti deslumbramiento y las luces LED, por lo que no hace falta agudizar la vista; no solo podemos poner el control de velocidad para que nos lleve a una velocidad estable sin pasar por la inmensa fatiga de pisar el acelerador, sino que ahora ese control es adaptativo y se regula automáticamente en función del tráfico; el volante es calefactable, por si una ola polar de tres grados en febrero amenaza con hacerte perder los dedos, cual himalayista realizando una ascensión invernal al K2 sin oxígeno; si por un casual te sales del carril sin darte cuenta, unos pitidos te avisan primero, para después corregir la trayectoria si tú no lo has hecho; si te vas mirando los huevos o haciendo la manicura mientras conduces y no ves al peatón fumado cruzando por en medio de la calle, un sistema detiene el coche para que ambos imprudentes sigan en el futuro con sus quehaceres; la tortuosa palanca del freno de mano, pensando en ahorrar contracturas y visitas al fisioterapeuta, ha sido sustituida por un botoncito hidráulico; no tienes que aprender a tomar las curvas con lluvia porque el control de estabilidad es tu angelito de la guarda; las ventanillas como medio natural de ventilación han dado paso a un sistema de climatización que permite tener el culo de cada ocupante del vehículo a la temperatura deseada; para no ser esclavos de Radio Nacional de España, ni de casettes a los que se les sale la cinta, podemos escuchar miles de canciones desde nuestro teléfono; y para aquellos que teman perderse en una inhóspita ciudad de cinco millones de habitantes, los coches traen GPS. 

Hace treinta años los coches no tenían nada de esto. Nada. No hay duda que conducir hoy respecto a hace treinta años es más placentero, más seguro, y en general, una experiencia más reconfortante. No hay duda de eso, ni de que nos hemos vuelto unos conductores más débiles, cómodos e inútiles.

El que no tenga ya este coche, pronto lo tendrá. La evolución es imparable. Está bien que sea así, pero debemos cuidarnos de no acabar siendo esclavos de la comodidad que brinda. El vehículo que he descrito podría conducirlo una persona manca, coja y tuerta. No son ellos los que me parecen minusválidos, sino nosotros al llevar los mismos coches cuando tenemos dos brazos, dos piernas y dos ojos.

Somos una sociedad reblandecida que ve una tragedia en que la señora Filomena convierta la nieve en hielo, o los ascensores se rompan haciéndonos subir siete pisos. La espera de las colas en las tiendas la vivimos como una tortura solo salvable gracias al dios Amazon y, por supuesto, preferimos ver la película en Netflix que ir al cine. ¿Al cine? ¡Ducharse! ¡Vestirse! ¡Desplazarse! ¡¡¡¡Aparcar o coger el transporte público!!!! ¡Meterse en una sala con el Covid! ¡Gastarse diez euros! Y luego, ¡todavía tienes que volver a casa! ¿Qué idiota haría eso cuando puedes ver la misma película, prácticamente gratis, en pijama, sin pasar por la ducha, y ahorrándote dos horas de desplazamiento? ¿Por qué cocinar si puedo comprar la comida hecha? ¿Para que pasar por la farragosa danza del ligoteo cuando tengo mi incombustible y fiel satisfayer, o pornografía sin fin a un click? ¿Por qué convivir por un tiempo con la pena que sigue a una ruptura, cuando tengo alcohol y canutos que pueden hacer más llevadera la tormenta? Con el tiempo, nos parecerá una desgracia tener que sujetarnos la cola para mear.

Ahora se oye mucho que tenemos que aprender a manejar la incertidumbre, pero en cambio, ya ni aceptamos ese pequeñísimo espacio invisible llamado ángulo muerto donde puede esconderse un coche mientras circulamos. ¿Cómo vamos a creernos que no se puede controlar todo, si todo intentamos controlarlo en aras de la seguridad?

Los Occidentales de hoy en día somos los humanos con la vida más cómoda y segura de la historia. De largo. ¿Como puede ser entonces que nos quejemos y seamos más miedosos que nunca? Acabo el texto como lo empecé: cuanto más chocolate comes, más ansia de chocolate tienes. Gula existencial. Niños glotones de apetito insaciable. De esa voracidad nacen los maravillosos inventos y avances donde nos ha llevado la evolución, la misma voracidad que sirve de combustible para que el cáncer del inconformismo haga metástasis en nuestra felicidad.

¡Qué rico el chocolate cuando se come con medida!

Una sociedad que no tolera un 1% de oscuridad, está condenada a esconderse en sus cuevas durante los eclipses.

Nuestra debilidad psicológica es proporcional a la fuerza de la tecnología.

Una humanidad asentada en la comodidad es como una sonrisa hecha de cristal: feliz pero frágil.

R.R.R.

Me he comprado un coche que podría conducir mi bisabuela. Tiene un montón de pijadas. La mayoría innecesarias, todas agradables. Eso sí, no he permitido que unas infantiles lucecitas me arrebaten a ese gran maestro que es el ángulo muerto: a él le debo que mi instinto se mantenga vivo.