¡Por Dios, no abandones tu zona de confort!

La palabra confort la tengo asociada desde niño al acabado de los coches: sedan, sport, classic, confort. El diseño confort era de los más elegantes. Asientos con buen mullido, correcta insonorización, cuidada amortiguación, tapicería elegante, y todo lo necesario para hacer de la conducción una experiencia agradable. Conducir uno de esos coches era sinónimo de placer.
Confort está asociada a algo bueno, relajante, el premio a alguien que ha hecho las cosas bien durante mucho tiempo y se da el gustazo de comprarse un coche donde su culo va a reposar la mar de a gusto.

Si estás en tu zona de confort, ya sea en tu matrimonio, deporte, salud, trabajo o relaciones sociales, ¡Por Dios, no la abandones! ¿Por qué abandonar tu maravilloso coche acabado confort y meterte en un cuatro latas?
Hay un requisito para estar en la zona de confort, y es ser consciente de estar en ella. Uno va en su coche y se siente la persona más agradecida del planeta. Tiene que limpiarse las lágrimas de vez en cuando para poder conducir, porque la alegría también humedece el alma. Se dice a sí mismo: “Joder, ¡Joooder!, pero qué a gustito que estoy dónde estoy”. Abandonar este coche para forjarse un carácter rudo y respetado por esta sociedad de los logros conduciendo un cacharro por el desierto del Goby durante diez millones de kilómetros para después poner en Instagram un millón de fotos de lo valiente y emprendedor que soy, me parece divertido para hacerlo algunos domingos, pero para ir todos los días al trabajo, mejor un coche cómodo.

El acabado confort por tanto no debe ser sinónimo de pereza e infelicidad. El problema surge cuando dejamos de valorar el acabado confort convirtiendo lo que eran privilegios, en derechos. Nos hemos acostumbrado, y ahora pasamos más tiempo quejándonos del atasco que de nuestra suerte de pasarlo en nuestro cochazo.
Quizás sea un poco inevitable, por cómo están hechos los cerebros humanos, que aquello que se repite inalterable en el tiempo acaba por volverse invisible a nuestros ojos. Es muy difícil saltar de alegría cuando te montas por enésima vez en tu coche acabado confort, cuando tu relación de pareja, tu trabajo y tus amistades funcionan, una vez más, satisfactoriamente. Lo más normal, es que al cabo de un tiempo, te amodorres, muriéndose lentamente entre los mullidos asientos el brillo de tus ojos. Si ese es tu caso, si la buena vida se ha vuelto tan estable que te cuesta apreciar lo buena que es, hay que hacer algo. Porque llegados a ese punto, ya no estás en modo confort, estás en modo ameba. Una cálida indiferencia que no amarga pero tampoco endulza. Suficientemente satisfactoria para mantenerla cincuenta años sin mayores desgracias, pero sin los incentivos que una vida tan breve como la que tienes se merece.

¿Debemos perseguir la comodidad? Me parece un objetivo ambicioso, pero la comodidad, cuando te acostumbras a ella, deja de serlo para convertirse en una soga de pétalos de rosa. Te estrangula con tanta delicadeza que cuando te quieres dar cuenta te estás meando en los pantalones, parece ser que es lo que sucede cuando te ahorcas, y el crujido de tu cuello delata que tu tiempo ha expirado. Confort ha de ser sinónimo de alegría, alegría en mayúsculas, alegría consciente, si no es así, mueve un poco tu posición para ver lo mismo de siempre desde otro ángulo. Haz pequeños cambios que reaviven la ilusión, porque la vida puede ser ilusionante tengas los años que tengas y hayas visto ya todo lo habido y por haber.
Cuando pregunto en consulta a las parejas de largo recorrido cuándo y dónde suelen hacer el amor, la mayoría me contestan que en fin de semana y en la cama. Vaya, veinte años haciendo el amor en el mismo sitio agradable de siempre. Sexo acabado confort. Me dirás, que la cama es el lugar más cómodo. Innegable es. El suelo es duro, te clavas en las costillas el dinosaurio de tu hijo, se te meten migas de las galletas en las orejas, en una convulsión involuntaria le atizas a la pata de la mesa con la espinilla, los vecinos darán al techo con la escoba para ahuyentar a esos viejos ñus que corretean por su tejado, por no hablar de las contracturas y dolor de riñones. La visón de tu cuerpo ya entrado en años haciendo el payaso con tu consorte en el suelo, distará mucho de esas escenas eróticas donde dos jovenzuelos de esbelta figura griega fornican con atlética determinación sobre la campana de extracción de humos de la cocina. Y es precisamente por todo esto, que ese día, que tendrá más risas que contracciones orgásmicas, aunque no hay mejor manera de llegar a estas últimas que a través de las primeras, hará sentir tu relación viva, presente y por consiguiente, con futuro.
¿Al suelo todos entonces? No, a la cama que es mucho más cómodo. Pero si cuando veas desnuda a tu pareja de siempre en la cama de siempre para hacer cosas parecidas a las de siempre, no eres capaz de decir, “joder, ¡Jooooder!, qué puta suerte la mía poder hacer estas maravillosas cosas de siempre”, hacer una visita al suelo del salón te ayudará a recordar que el acabado confort, aporta una felicidad mucho más solida que el acabado sport.

La zona confort, por definición, es un lugar estupendo dónde estar. No hay que salir de ella salvo de forma esporádica para ver el precipicio desde el borde. La vida necesita de cierto vértigo para hacerse una idea de sus descomunales dimensiones. El resto de días, no hay que dejar de sorprenderse de lo bien que se está en ese lugar al que tanto te ha costado llegar. Cuando tus inspiraciones no sean lo suficientemente profundas y revitalizadoras no es por estar en la zona de confort, es porque has olvidado lo purificador que es el aire allí.

El confort no es el problema, lo es el olvido. Es él quien nos vuelve desagradecidos.

Hay algo mucho más ambicioso que salir de la zona de confort, y es ser feliz dentro de ella.

El rumor del olvido.