Si hay un rasgo distintivo de la raza humana es la incoherencia. Ojalá se tratase de estupidez, pero es mucho más grave que eso. Un niño de tres años puede pensar que si salta de un décimo piso igual no le sucede nada, pero a ningún adulto le es ajeno el hecho que si se mete en el agua, se moja.
Es cierto que la incoherencia es hija de otra cualidad muy humana, el caprichosismo, el quererlo todo sin perder nada, el ganar sin arriesgar.
Queremos conducir deprisa y que no nos multen, llegar a viejecitos con nuestra pareja sin pasar por el tedio de sesenta años de convivencia, ayudar al tercer mundo pero sin que se produzcan cambios de fondo en el primero, que nuestros amigos cuenten con nosotros cuando nos interesa pero que nuestros intereses no tengan en cuenta los suyos, adelgazar sin hacer deporte, dejar nuestros vicios sin pasarlo mal, reír sin llorar y sentir sin padecer.
Todos aceptamos que nuestras decisiones, inevitablemente, conllevan costes, pero la ligereza de esta aceptación se vuelve pesada cuando los costes no sólo son palabras que pronunciar, sino pesadas realidades que arrastrar.
Hoy acepto los costes que traerán mis decisiones, ¿aceptaré mañana con la misma nobleza los costes que decidí aceptar ayer?
Aquí todos nos creemos muy listos, pero no hay puerta de atrás, no hay decisiones que sólo aporten beneficios. Decidir bien no es eliminar los costes, sino decidir qué costes vale la pena asumir para lograr determinadas ventajas, y en ese sentido, decidir bien es una cuestión marcadamente subjetiva. Cómo lo es decidir mal.
Los domadores no se quejan de que los leones tengan colmillos. Los domadores son gente coherente.
Con permiso del viento.