Un negro, un rapero y un oso

Hace una espectacular mañana soleada de marzo en pleno centro de Madrid. En su día, Cupido me lanzó una flecha tan bien dirigida al corazón, que amo esta ciudad sin perdición. Para siempre. Pocas como ella saben conjugar el pasado con el futuro. Las habrá iguales o mejores, pero padezco de monogamia existencial: por decenas me han hecho tocar el cielo otras ciudades, siempre acabo por volver a mi Madrid.

Algunos verán una ofensa a su madre geográfica en las alabanzas que vierto sobre la mía. Son hijos inseguros que sienten su estima retada al menor descuido. Presumir de lo mío lo toman como un desprecio de lo suyo. Si viviese en Toledo hablaría con el mismo cariño de mi ciudad; yo escribo poemas a mi madre, cada hijo que se haga cargo de lo suyo.

No es la Puerta del Sol una de las partes del cuerpo de mi musa que más me gustan, pero cualquier esquina de la piel arquitectónica del centro puede engatusarme si se dan las circunstancias. Una espléndida mañana entre diario es un buen tapete donde iniciar la partida. Me quedo escuchando cantar a un chico de dulce voz. Querría darle algo. Entro en la pastelería La Mallorquina para trapichear billetes por dulces; el mismo tipo de prostitución que se lleva a cabo unos metros más allá en la calle Montera. El negocio de la carne siempre fue peor visto, pero corren tiempos difíciles para el colesterol. Al ir a pagar, descubro para mi ingrata sorpresa que no llevo metálico; el cantante tendrá que quedarse sin su merecida propina.

Disfruto unos minutos más de él, donde una extraña sensación de armonía me envuelve entre transeúntes vestidos con mascarillas. Madrid vibra incluso en plena pandemia, normal: si la muerte no cesa el ritmo de las gacelas en el Serengueti, porqué iba a hacerlo en una ciudad. Recorro Arenal entre sus bellísimos almendros en flor, en pleno orgasmo pre primaveral, hasta llegar a una esplanada de césped en la Plaza de Oriente. Me tumbo a leer un libro al amparo de un árbol superviviente de Filomena. De regreso, al pasar por Sol, otra voz llama mi atención. Me desvío ligeramente de mi camino. Al dar la vuelta a una columna me encuentro a un chico cantando, perdón, rapeando: “Don´t worry”, de Bobby McFerrin; nuestro primer negro. Voy con cierta prisa. Cuando me dispongo a irme tras escucharle un rato, me sorprende con un clásico: “Sittin´ On The Dock Of The Bay”, de Otis Redding. Nuestro segundo negro. El rapero, blanco como una tiza, sentado en el suelo, lleno de tatuajes, “cigarro” en mano, se entrega a una canción por la que no han corrido los vientos del tiempo. El presente tiene que dejar su impronta para que no parezca que el pasado nos devora, y entre medias de la canción cuela unas estrofas rapeadas como si de una pelea de “gallos” se tratara. 

Un negro americano crea una canción en 1968, y cincuenta y tres años después, en 2021, Madrid, un blanco de un país cualquiera la versiona a ritmo de rap con un oso que no le quita ojo.

Ese negro es mi maestro porque me ha demostrado que la magia existe. Hay un antídoto contra el paso del tiempo: se llama música, y une a través de un hilo dorado el pasado, el presente y el fututo; a personas de toda raza y condición. 

El rapero es mi maestro porque su lección es la innovación, el valor, el talento. La pasión. La humildad del pasado y el descaro del futuro.

El oso es mi maestro porque para eso está puesto ahí, custodiando el Km 0 que queda a pocos metros. Todo empieza donde uno quiera que empiece. Todo sigue mientras alguien continué lo que empezaste. El árbol del que se alimenta es una máquina del tiempo donde los jóvenes raperos suenan en un luminoso blanco y negro, y el jazz de antaño cubre una plaza con un enorme arco iris de lado a lado. 

Estoy sentado en una fuente. A mi derecha un borracho de la zona; frente a mí unas jóvenes extranjeras riéndose del devenir de la existencia al ritmo de la música (están sin mascarilla porque están comiendo un bocata, que nadie se ponga nervioso); a mi izquierda, una elegante pareja se coge de la mano; un hombre de unos ochenta años, con boina y garrota, se acerca al músico a dejarle una propina; y así, rodeado de la mejor compañía que pudiese desear, me rindo sin resistencia ante mis maestros.

Me es casi intuitivo enamorarme de las personas que cortejan el futuro mientras honran el pasado. Si además son jóvenes, mis emociones rápido caen en la fascinación.

Un negro, un rapero y un oso… ¡Cómo no voy a estar loquito por la vida y por esta ciudad!