Recuerdos

Las pérdidas siempre son dolorosas. Aunque últimamente se está cayendo en el error de pensar que ahora lo son más que antes, por unos motivos más trágicos que antes.

Nunca viene bien morir cuando se es feliz. Este pequeño detalle, el de la felicidad, marca más la desgana por marcharse que la edad. Para aquellos que tienen seres queridos cerca, esos pocos tan queridos que su partida alterará de verdad el curso de sus vidas, hay algo mucho, muchísimo peor que irse, y es obligar a los quedan a seguir sin ellos.

No es egocentrismo, al revés. Los muertos, hasta donde sabemos, no sienten ni padecen. Una vez muerto, la nada lo absorbe todo. Esa misma nada infinita que nos precede primero y nos acoge para siempre después. Morir es una putada para los vivos, pero es tremendamente fácil para los muertos.

Por mucha empatía y misericordia que haya de los espectadores, la espada de Damocles solo pende del que se va. Cierto, pero una vez cortado el hilo que la sustenta, la afilada hoja de la cuchilla no solo sesga las alegrías, sino también la angustia y la desazón. No así al espectador, que sigue sentado en la butaca contemplando un escenario ahora vacío. Aún así no se levantará. No es fácil aceptar que el tenor que ha estado llenando con su voz el teatro nunca más volverá. 

Ahí está la gran desgracia de morir para los que tienen seres queridos.

El otro día una mujer me contaba su historia. Hace años, aunque cuando de perder seres queridos los años y los segundos son una misma cosa, enterró a su padre. Recientemente, el zarpazo de la noche que llega antes de tiempo, se llevaba a su sobrina de treinta años. La implacable cuchilla que fue cortando día tras día, año tras año, las cuerdas vocales a esa joven y maravillosa jilguero, fue empuñada por los trastornos de la alimentación. Hablando sobre la pérdida de su sobrina, esta maestra me regaló las siguientes sabias palabras que me he tomado el privilegio de adornar. No tenía ninguna intención de aleccionarme, porque las verdaderas maestras enseñan sin pretender hacerlo:

“Ahora el recuerdo es doloroso, muy doloroso, pero algún día, solo quedará el recuerdo. Sin más. Está siendo duro, y el dolor arrebata todos los buenos momentos, pero pasará. Siempre pasa. No quiero decir con esto que lo olvides. Nunca la olvidaré. Todos, todos los días de mi vida tengo un recuerdo de mi padre. Ligero y difuminado a veces, tangible y vívido en otras ocasiones. Ahí está. Su recuerdo es un incentivo para vivir. Me insufla fuerza. No vivo para él, pero me gusta imaginarme que me acompaña, me asesora y me abraza en la distancia. Recordar a mi padre me llena de vitalidad. En esos recuerdos a veces encuentro la energía para avanzar”.

R.R.R.

Gracias maestra por compartir tu pequeño altar. Sigo sin quererme ir, pero es reconfortante imaginar que mi recuerdo sea un incentivo y no un lastre. Qué mejor forma de morir que evocar a los que quedan viviendo plenamente.