Cuarentena. Capítulo 10

24-03-2020

     
    —Hola—saludó Clara a Mateo.
    —Hola.
    —Nos has salido esta mañana.
    —No —respondió lacónicamente.
    —¿Y eso?
    —He estado leyendo un libro.
    —¿Toda la mañana?
    —Desde cuando tengo que darte el parte de lo que hago.
    —Te has levantado con el pie torcido.
    —No.
    —Sí.
    —¿Por que no salga por la mañana a la terraza y no quiera decirte minuto a minuto lo que he hecho concluyes que tengo un mal día? Ues te equivocas.
    —Vale, vale.
    Se hizo un silencio. No duraría más de dos minutos, pero para Clara se le hizo incómodo.
    —¿Tu mujer está bien?
    —Si, gracias. ¿Tu padre y tu hermano?
    —Todos bien.
    Mateo miraba hacia el horizonte, no parecía querer alargar más esa conversación.
    —¿Siempre has vivido en Madrid?
    —Sí, nací en el Retiro. En la calle Narváez.
    —¿Te gustaba?
    —Mucho.
    Otro silencio. Los árboles estaban preciosos con la vida brotando de sus ramas, pero ninguno se entregó a hacer ninguna poesía sobre ellos.
    Cinco minutos después, Mateo habló. Clara se mordía los labios.
    —No sé qué cenaré esta noche. Igual me hago un bocadillo de sardinas.
    —Yo tengo tortilla de patata. Me encanta la tortilla de patata.
    —A mí mujer y a mí también nos encanta. ¿Os gusta muy cuajada?
    —Sí.
    —Nosotros preferimos que no esté muy hecha.
    —Ah.
    Otro silencio.
    Un caza de combate pasó inusualmente a baja altitud. Veinte minutos antes había pasado antes, pero ninguno se entregó a teorías conspiratorias sobre el fin del mundo. Tampoco pasó frente a ellosningún cohete con carga nuclear camino a China desde el inodoro de Trump.
    —Me aburro —suspiró Clara.
    —¿Y eso?
    —Hoy no ha pasado nada.
    —Nos hemos acostumbrado a demasiada estimulación. Todos los días tiene que sonar la verbena y, si no suena, nos falta algo. Si no vemos follar a un vecino con su perro en el balcón, o no aparece un tanque por la calle, el día nos sabe a poco, como una comida a la que le falta sal. No te digo nada del daño que hace en ese sentido tu teléfono, lleno de luz, música e historias infinitas, listas para consumir inmediatamente, a un precio imbatible; gratis.
    —No veo que hay de malo en entretenerse.
    —Nada. Lo malo es no saber estar diez minutos callados.
    —Es que hoy ha sido un rollo, no ha pasado nada en el vecindario.
    —No todos los días pueden ser la fiesta padre Clara. Estaría bien que aprendieses a disfrutar tanto de la conversación como del silencio, de la novedad como de la rutina, de los retos como de la calma.
    —Mira, me acaba de entrar un video precioso.
    Clara levantó el teléfono para que Mateo pudiese verlo. No sabemos si el viejo podía verlo a esa distancia o se hizo una idea del vídeo por lo que su vecina le contó.
    —¡Fíjate Mateo, un ciervo en una playa de Bizkaia jugando con las olas! Gracias a este virus la vida salvaje está recuperando el lugar que le pertenece.
    —La imagen es ciertamente preciosa Clara. Dicho esto, prefiero a mil bañistas con sus bocatas de panceta, sus colillas tiradas por la arena y sus botes de cerveza, a este ciervo corriendo a sus anchas por la playa. Y eso que no tomo cerveza, no fumo, no me gusta la panceta y menos aún las masificaciones.
    —¿Entonces?
    —Me encantándome la naturaleza, pero prefiero a los humanos. Aunque los últimos destruyan a los primeros. Será una cuestión de lealtad genética.
    Tras un breve silencio, que ninguno interrumpió para decir nada que pretendiese ser mínimamente trascendente, Mateo se despidió.
    —Hasta mañana chiquilla. Qué descanses.
    —Hasta mañana.

APORTACIONES:

Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
 

Reverso.