A veces vamos diciendo por ahí que la mala suerte la ha tomado con nosotros. Pero es mala suerte, ¿o es que todo lo que no sea tener la suerte a tus pies lo ves como mala suerte? Al final, las personas tenemos un don para quejarnos de lo que no tenemos y desprestigiar lo que poseemos. De ahí nace la envidia, de idealizar lo ausente y desvalorizar lo presente. El ciego daría el resto de sus sentidos por dar luz donde siempre se torna la oscuridad, mientras que el sordo apagaría gustoso la luz para conocer el color de las palabras. El que ha perdido un hijo no cree que exista dolor mayor, aunque los que nunca pudieron tenerlo no están tan seguros. Los hay que tuvieron la mala suerte de no conocer a sus padres, mientras que otros tuvieron la desgracia de que se los presentaran. Hay adultos que deben arrastrar durante toda su vida las secuelas de alguna enfermedad crónica, mientras que hay fetos que no tienen que arrastrar ninguna enfermedad porque de la primera que tuvieron se extinguieron.
Está claro que con esto de la mala suerte, como suele decirse, depende con quién te compares. Pero ya que tanto te gusta compararte con el prójimo no lo hagas con tus cien conocidos, hazlo con todos los humanos que han existido antes del, por ejemplo, siglo XIX. Es sencillo: si cogemos todo el tiempo que la especie humana lleva pisando tierra firme, la inmensa mayoría de la población ha vivido inmersa en guerras, ha pasado hambre y frío, ha tenido una esperanza de vida inferior a cuarenta años, en ausencia de potentes analgésicos ha sufrido lo indecible, ha tenido que trabajar en jornadas de más de doce horas en condiciones físicas durísimas, ha temido por la supervivencia propia y de sus familiares, permaneciendo en un estado de constante vigilancia para evitar saqueos, violaciones, asesinatos o simplemente ser devorado por un animal. Menos los nómadas, que abarcaban algo más, la mayoría de los humanos no conocía más mundo que el del horizonte que delimitaba sus campos de cultivo, ni muchos más compañeros que aquellos con los que compartían vecindario. La estadística es rotunda. Lo esperable, lo razonable, es que tú formases parte de esa mayoría que vivió una época tan parca en comodidades y tan generosa en sacrificios. No lo digo yo, lo dicen los números. Y no es aquí donde más sorprendentemente has burlado la estadística: tenías una posibilidad entre infinito de nacer y aquí estás, sin haber hecho nada especial para merecértelo, disfrutando de una vida afortunada cómo nunca antes existió. Y no es afortunada porque no haya desgracias ni dificultades, sino porque globalmente hay muchas menos de las que nunca hubo.
No te he dicho nada que no supieses, pero a veces no está de más recordarte que el azar, contigo, ha sido más que generoso. Lo que sucede es que a lo bueno uno se acostumbra pronto y lo que hoy son privilegios, con el paso del tiempo, lo convertimos en exigencias. Exactamente esto es lo que te sucede con el Azar. Te suele tratar tan amablemente que has llegado a convencerte que vivir, e incluso vivir bien, es un derecho universal, no un privilegio particular.
Tengo derecho a luchar por tener una buena vida.
Incluso tengo derecho a exigir una buena vida.
Pero solo una de estas peticiones será escuchada.
Con permiso del viento.