Llevo setenta días animándote a salir a la calle, a respetar esta pandemia sin dejarte arrullar por el pánico, poniendo sobre la mesa las estadísticas por encima de las emociones, criticando el infantil eslogan de quédate en casa en aras de apelar a la responsabilidad, avisando de que hemos pasado por una pandemia colectiva de Trastorno obsesivo compulsivo y depresión, de alguna manera, hemos sido, aún somos, un país enfermo, y como tal estamos pasando por todas las fases por las que un enfermo grave debe pasar y, ahora, el viento rola y mi discurso cambia de rumbo. En verdad no lo hace, siempre he apelado al más difícil todavía, el equilibrio, como la herramienta más infalible, sin serlo, para hacer las paces con eso de la felicidad. Así que este miércoles toca dirigir la atención justo en esa dirección.
Como estandarte de mi manera de intentar explicarte uno de los problemas individuales y sociales de esta crisis, he usado en varias ocasiones el parque del Retiro.
Hace tres años un árbol cayó matando a un niño en el Retiro. Por redondear las cifras, y muy a la alta, pongamos que en ese parque mueren tres personas al año. El Retiro tiene millones de visitantes al año, por lo que la probabilidad de que el azar a través del implacable brazo de un árbol te fulmine, es muchísimo menor de un 0,1%. En todas las ocasiones las revisiones de los jardineros del parque se habían llevado a cabo con la correspondiente eficacia y periodicidad, quiero decir con esto que en esta ocasión, los políticos no se habían gastado el dinero de los ciudadanos en putas y mariscadas sino en pagar a quién tiene que cuidar de la salud del Retiro. Todo era correcto, solo que no se puede tener a miles de árboles sometidos a nuestro antojo. No hay mascarilla FFP9.000 que pueda eliminar esa migaja de caos en el que tenemos que aprender a vivir.
Pero lejos de aceptarlo y que cada ciudadano apele a su propia responsabilidad de entrar en un espacio rodeado por miles de árboles, los días de viento lo cierran. ¡Cierran el parque! Jajajaja, me río por no llorar. No se me ocurre un ejemplo más ridículo e infantil de tratar a una sociedad. Obviamente, los políticos no lo hacen por amor, la mayoría son unos pusilánimes que no actúan pensando en lo mejor para sus “hijos”, sino en mantenerse en el poder todo el tiempo que puedan. Hay que tener a los niños contentos para que te sigan votando, especialmente si son de tu partido. Estoy seguro, que en petit comité, el alcalde de turno estaría de acuerdo conmigo en que es más sensato poner en la puerta del parque, “Sé responsable”, frente a “Quédate en casa”, pero me dirá, con razón, que si alguien entra y un árbol mata a su hijo, denunciará al ayuntamiento por negligencia, aunque éste haya hecho todo lo humanamente posible por atar las manos al escurridizo azar. “Pago mis impuestos. ¡Cómo ha podido caerme un árbol un día de viento! ¡Cómo me habéis dejado pasar sabiendo que esto podía suceder!”. No, no puedo apoyar tratar a la gente como gilipollas, aunque a veces lo reclamemos a gritos.
No cierran el Retiro por cuidarnos, algo que deberíamos saber hacer por nosotros mismos, lo cierran porque estos políticos que tenemos son de ese tipo de padres que compran un bollo a un niño que le duele la tripa solo por no oírle. Cuando los lamentos vuelvan multiplicados por tres, el crío ya estará con su ex y no será asunto suyo. Otra legislatura. Y así, la sociedad española va pasando de mano en mano de unos padres divorciados que no dejan de proclamar con pomposas palabras que quieren lo mejor para sus hijos, cuando no dejan de demostrar que aún más quieren lo mejor para ellos mismos.
En algo les doy la razón a los políticos. Si dejan el parque abierto y una familia, después de haber leído en la entrada el peligro de entrar en un espacio arbolado un día de viento, muere aplastada, la sociedad pedirá la cabeza del político de turno y, muy probablemente, la obtendrá. No ayudamos a nuestros “padres” a confiar en nuestra emancipación, si nosotros mismos nos tratamos con cincuenta años como niños que señalan con el dedito a los demás de nuestras propias decisiones.
Otro hermoso y ridículo ejemplo de la aniñada sonrisa de nuestra sociedad se dio cuando en el invierno de 2018 miles de conductores se quedaron atrapados en la A6 por las nevadas. ¡La mayoría no llevaba cadenas! Odiaron a voz en grito al gobierno de turno pidiendo la cabeza del “hombre del tiempo”, por no haber predicho con el 100% de exactitud cuándo y cuánto iba a nevar, en vez de hacerse cargo de su infantil actitud de salir a la carretera esperando que los papis les protejan de todo tipo de fantasmas y demonios, aunque estos salgan de las mismísimas entrañas del caos.
Ya, ya, ya sé que pagáis vuestros impuestos, pero ya vamos siendo mayorcitos para aceptar que los padres no pueden con todo y que cuando te decían a pie de cama que nada malo iba a pasar, era un deseo nacido desde el amor, no un imperativo apadrinado desde la razón.
Dicho esto, desde este lunes todos los parques de España tienen sus puertas abiertas a pesar de que un huracán ronda nuestras cabezas. Está alto, por lo que no se le ve, pero el rugido de todo lo que se ha llevado por delante está en el ambiente. Todavía hay muchos adultos poseídos por el miedo que no irán al Retiro. Confían que en su casa pueden protegerse de la muerte. Pueden, pero el problema es que ahora es el árbol coronavirus, pero mañana será el árbol cáncer o el enorme abeto de la vejez. Su guerra no es con los árboles, es con la incertidumbre.
Otros, los cafres, extenderán su manta de colores comprada en Ikea, debajo de un altivo roble y cuando sus ramas chirríen, ni se molestarán en mirar hacia arriba: “Soy un humano. Invencible. Nada malo puede pasarme”. El de más allá irá con los cascos puestos tapando sus sentidos como si la dura vida del salvaje Serengueti no rondase sigilosa por su ciudad: “Vivo en Madrid. ¡Madrid! Aquí tenemos semáforos y sanidad pública, los leones no tienen nada qué hacer”. Aunque el viento arrecia, esos padres de allí charlan animadamente mientras sus hijos juegan a mojarse alrededor de la fuente. Cinco, diez, quince niños riendo y saltando bajo ese árbol que se dobla sobre sus cabezas: “Luís, ¿es seguro estar aquí? —Claro Lucía, sino no nos habrían dejado pasar. —Pero en la entrada ponía que era peligroso los días de viento. —Va, eso lo ponen por poner. Su obligación es protegernos, para eso pagamos impuestos”. Los chavales son caso aparte. Sin justificarlo, puedo entender que la pasión de la conversación con sus amigos o las travesuras de sus manos bajo las prendas, les obnubile tanto que no se percaten cómo a cada ráfaga de aire se encorvan las raíces del árbol que da cobijo a su maravillosa juventud. Comprensible estupidez, no por ello menos estúpidos. Perder la vida a esa edad con todo lo que hay que hablar y todos los fluidos que hay que intercambiar sería una lástima: “¿Y si nos cae un árbol? —Tronco, prefiero morir hoy paseando por un bosque indómito que vivir cien vidas arrastrándome por la estepa”.
La responsabilidad siempre es compartida, porque nuestros actos siempre encuentran eco en nuestro entorno, por tanto, la responsabilidad para con los demás, va intrínseca en mi discurso sobre la responsabilidad. Cuando el árbol se incline sobre la cabeza del prójimo, no te pongas a saltar sobre su tronco por divertido que pueda parecerte.
Creo que el Retiro, un día ventoso, es un lugar especialmente agradable para estar. Gracias a los miedosos y a los cómodos, está menos masificado. El viento mueve las nubes y con ellas, las luces. Los días de viento uno nunca se aburre. Puedes jugar a buscar formas en el cielo, la bofetada del aire te espabila, con suerte ahora llueve y al rato un amable sol de primavera acaricia tus mejillas. Son días para llevar a conocer tu parque favorito a tus seres queridos, y qué más querido que tus padres e hijos. Solo hay que tomar algunas precauciones y no olvidar, que vivir, vivir plenamente, siempre implica asumir algo de riesgo físico y sobre todo, emocional. En el sofá de tu casa no das opción a la vida a que pueda sorprenderte.
No te pido nada que no lleve pidiendo desde el 14 de Marzo:
No seas tan dócil.
No te quedes en casa.
No olvides que el telediario en su justa medida nutre, en exceso intoxica.
No dejes que el miedo cabalgue sin riendas.
No te pongas la mascarilla por miedo a los cuchicheos que vengan de detrás, sino cuando no puedas mantener la distancia de seguridad.
No uses excusas de postín para justificar tu miedo a la muerte.
No te trates como un crío al que tienen que limpiarle el culo.
Sólo te pido una cosa. Ve al parque, juega, ríe, ama, lee, habla, escucha y haz travesuras de adulto si eres joven, y de niño si eres viejo, pero los días de viento, no andes muy cerca de los árboles y cuando sea imposible rodearles, alza la mirada.
No me tranquiliza que hagas lo “correcto” por agradar a los demás, evitar las multas o por miedo a tus dioses. El tramposo siempre encuentra la forma de engañar. Haz lo correcto porque la imagen que te devolverá el espejo de ti mismo no sólo te permitirá dormir mejor, te hará vivir mejor mientras estés despierto.
Camina lo suficientemente cerca de los precipicios para ver romper las olas, pero no tan cerca como para ser engullido por ellas. La vida es un precipicio al que hay que aprender a tomar la medida, algo que solo puede resultar de conciliar el valor con la responsabilidad.
Reverso.