Cuarentena. Capítulo 12

26-03-2020

    —Buenos días.
    —Buenos días. ¿Ya no saludas con, “ey”?
    —Me he aburrido.
    —¿En un día?
    —Estaba probando, ya se me ocurrirá otro saludo.
    —Hasta que también te canses de él, dos días después.
    —A lo mejor, pero mientras tanto me entretengo cambiando.
    —¿Qué tal te has despertado?
    —Mal. Me duele la garganta y tengo algo de tos.
    —Yo me he notado caliente y me he levantado de la cama antes de tiempo para ponerme el termómetro.
    —¿Y? —dijo Clara con evidentes signos de preocupación.
    —Nada, no tenía fiebre.
    —Cada vez que vuelvo de la calle, aunque no haya tocado nada, tengo la sensación de estar enferma. A veces puedo notar el virus correteando dentro de mí.
    —Me encuentro cansado. Sé que es por estar aquí encerrado, la falta de ejercicio, la preocupación que se agarra a mis músculos, no he pisado la calle casi en quince días, pero no puedo evitar pensar si tendré dentro ese puto bicho.
    —Sí, a mí me pasa hasta con síntomas que no son típicos del puto bicho. Llevo unos días con cagalera y me ha dado por pensar que es un indicio del coronavirus que aún no han asociado.
    —Eso os pasa porque estamos rodeados de muerte. Muerte para desayunar, muerte para comer, muerte para dormir. Hace tres días parece que no moría la gente. Hemos pasado de apenas saber de ella, ni quiera se oían los alaridos de los cerdos, como si estos naciesen directamente muertos en los mercados, a estar todo el santo día oyendo hablar de muerte. Ni nos venía bien silenciarla tanto antes, ni nos aporta nada su constante reverberación que todo lo inunda —intervino el doctor Lobezno al salir a la terraza—. Buenos días por cierto.
    —¡No se puede estar ligera de ropa en las terrazas!
    Una estridente voz metálica sonó desde el edificio contiguo. El presidente de la comunidad, altavoz de la policía en mano, se dirigía a gritos a la vecina del tercero como los agentes desalojan una manifestación.
    —Estoy tomando el sol, no hago mal a nadie.
    —Según la normativa queda prohibido exhibirse en espacios comunes en ropa de baño.
    —Estoy en la terraza de mi casa.
    —Le veo el bikini, por tanto está en un espacio en común.
    —¿De verdad molesto a alguien por tomar el sol en bañador?
    —A la norma.
    Marta, de quién hablaremos otro día, se metió en su casa. Era una mujer combativa, una leona que no se le ponía nada por delante, pero debió pensar que había salido a la terraza a relajarse, no a discutir y, una vez truncados sus deseos, no tenía ningún sentido permanecer allí.
    Hizo bien, pues el presidente de la comunidad era incombustible en lo que a imponer el orden se refiere. Si hay un estereotipo de presidente petardo de comunidad, este lo cumplía a raja tabla. Brasas como él solo, listillo como un juez, arrogante como estrella de Hollywood, va con la normativa en la mano todo el puto día. El típico que en su casa no pinta un mojón, pero el carguillo de presidente se la pone dura como el pescuezo de un cantaor flamenco. Si dejas un minuto el coche mal aparcado para dejar la compra, te da por culo. Si eres la limpiadora y no usas la lejía que él dice, te da por culo. Si silbas bajando por la escalera, te da por culo. Si eres el conserje y le pides reducir las horas mientras dure lo del coronavirus, te da por culo. A este señor, se le rifan en las Gang Bang Gays. En el vecindario era conocido como el Coca Colo, por su costumbre de pasar los días de verano en la piscina comunitaria Coca Cola en mano, pendiente de los movimientos de los vecinos a lo sheriff del Oeste.
    —¡Vosotros! —se dirigió a los del cuarto.
    “A ver qué narices quiere este ahora” —habló para sí mismo Mateo.
    —Buenos días —saludó el padre de Clara.
    —Buenos, pero ruidosos. Llevo observando estos días que pasan mucho tiempo en la terraza.
    —Mi hija y el vecino están haciendo buenas migas.
    —Ya, ya, pero con este silencio, se oye todo.
    —Me alegro, dicen cosas interesantes.
    —Hagan el favor de no pasar tanto tiempo fuera.
    —Entonces, ¿Cómo quieren que hablen?
    —Las terrazas no están para hablar.
    —Tampoco para tomar el sol por lo que veo.
    —No, si no se viste adecuadamente.
    —¿Un bañador no es adecuado?
    —No soy yo quién toma esas decisiones, sino el reglamento.
    —¿Me podría decir que dice el reglamento sobre una pandemia que deja a dos mil millones de personas encerradas en sus casas? Igual tiene alguna clausula especial para estas situaciones.
    —Es precisamente en estos momentos cuando hay que ceñirse a la norma.
    —Esas normas son para un contexto determinado, si este cambia, sustancialmente como es el caso, sería bueno revisarlas.
    —Todo lo contrario.
    —No vamos a llegar a nada con Coca Colo —se dirigió doctor Lobezno a sus camaradas de fechorías.
    —¿Qué dice? —volvió a coger el altavoz para hacerse oír bien.
    —Quería proponerle una cosa. En el patio que forman los dos edificios, comunicado con la calle pero propiedad privada, tenemos tres bancos. Quería plantearle que los vecinos los usásemos. Como no podemos coincidir, propongo que el que baje no esté más de diez minutos, porque puede haber alguien esperando aunque no le vea. Por supuesto, en el trayecto no puede tocar con sus manos ningún pomo, barandilla, pared ni puerta. No cruzarse a menos de dos metros con otro vecino. Si nos coordinamos, todos podremos tomar el aire diez minutos al día. Nos sentará la mar de bien. Incluso podremos hablar de un banco a otro con vecinos que nunca antes habíamos intercambiado una palabra.
    —¡Usted es tonto!
    —No es descartable, pero que tiene que ver con mi propuesta.
    —¿Es que no ha escuchado que tenemos que quedarnos en casa?
    —¿Acaso estar 10 minutos de los 1.440 que tiene el día,es no estar en casa?
    —Para los que acaban de llegar de Júpiter, les recordaré un lema muy sencillo: “Yo me quedo en casa”. Punto, no hay más que rascar ni discutir.
    —Usted lo está diciendo, es un lema muy sencillo. Demasiado sencillo. Una directriz para niños que necesitan obedecer sin pensamiento crítico. “Hijo, a las once en casa. —¿Puedo subir quince minutos tarde que estoy hablando con una chica? —No. —¿Por qué no? —Porque no. —Sólo quince minutos. —¡He dicho que no!”.
    —Para que yo me aclare, ¿está diciendo que todos somos gilipollas por quedarnos en casa?
    —Estoy de acuerdo con el eslogan de “Quédate en casa”, pero me gustaría que este apareciese en letra pequeña debajo de otro. “Quédate en casa” sería el sub eslogan, el eslogan es, “Sé responsable”. Las órdenes son para los niños, la responsabilidad es para los adultos. No critico al gobierno, no se puede decir a 47 millones de personas que sean responsables. ¡A saber que entiende cada uno por responsabilidad! “Voy a hacer caso al presidente y voy a ser responsable. Con dos copas puedo conducir perfectamente, incluso tres, pero voy a ser cívico y no tomaré cinco”. No se puede apelar a la responsabilidad y la negociación de un grupo tan amplio como un país, pero si podemos ponernos de acuerdo en una comunidad de cien vecinos.
    —Ahora me explico muchas cosas —se refería a que no podía esperarse otra cosa de un hombre de casi cincuenta años con bata rosa, pendiente y barba desaliñada.
    —No le entiendo.
    —Cosas mías, cosas mías. Entonces, quiere que nos turnemos para bajar a los bancos.
    —Eso es. Podemos crear un grupo de whatsapp, poner un cartel en la portería, hacerlo por edificios o empezar a bajar de arriba abajo. No sé, debe haber mil formas, a mí seguramente no se me ocurra la mejor, pero estoy seguro que entre todos encontramos la manera.
    —Muy bien. Supongamos que lo hacemos. ¿Y si viene la policía?
    —Se lo explicamos.
    —¿Y cuando se rían de nosotros y nos multen’
    —Pagamos la multa entre las dos comunidades.
    —¡Me está pidiendo que nos saltemos la ley!
    —Me temo que no hay otra forma de mantener el orden de un país que con semáforos, me gustaría pensar que una tribu pequeña puede prescindir de algunos de ellos.
    —Esto es el colmo, qué nos saltemos los semáforos.
    —Insisto en que esto no se lo puedo decir a un país, al menos no a este, en Alemania no hace falta que se lo diga porque ya lo hacen, pero sí puedo decírselo a usted. Si a las tres de la mañana, está con su coche en su semáforo en rojo, no es un cruce, puede meter primera y saltárselo muy despacito. A pesar de las precauciones, puede equivocarse y aparecer un peatón corriendo. Como va muy despacio, este chocará levemente con su coche. El peatón le denunciará, como debe de ser, y tendrá que pagar una multa, como debe de ser. No se trata de que no haya leyes, sino de la libertad para decidir y luego ser congruentes con las consecuencias que se deriven de nuestros actos.
    —Aunque esa libertad perjudique a otros.
    —Habla como si hace dos meses nadie condujese sus coches a más de 120 Km/h. Ir a 140 Km/h, aumenta la probabilidad de tener un accidente y llevarse por delante otro coche ocupado por unos padres con sus dos niños. ¿Todas las personas que conducen a 130 km/h son unos hijos de puta, unos incívicos, unos irresponsables? Estarían esas personas dispuestas a recibir esos insultos cuando se bajan en la gasolinera a repostar?
    —Entonces bajamos por turnos al banco, aunque eso suponga un riesgo.
    —No veo el riesgo si se toman las medidas que nos piden para evitar el contagio.
    —Puede haber alguien que no las cumpla.
    —¿Debemos eliminar de la sociedad los cuchillos porque un 0,0001% de los hombres los usan para asesinar a las mujeres? Debe un 99.9% de la población restringir su libertad porque el 0,1% lo hacen mal? ¿Tiene sentido que una minoría condicione el estilo de vida de una mayoría?
    —Nada, aplaudiremos a los vecinos que toquen la puerta con sus manos desnudas.
    —No, si queréis les matamos.
    —¿Lo haría?
    —No sé, nunca he matado a nadie, pero si juegas con la vida ajena entiende que la tuya también participe. De todas formas, igual podríamos ser menos severos. Un descuido puede tenerlo cualquiera. Yo les cortaría un dedo. Les dejaría elegir cuál. Eso sí, de la mano. Les fastidiará más y nos servirá al resto para recordar lo que sucede si no cumples. No pasa nada por tener descuidos, pero tampoco pasa nada por tener nueve dedos.
    —¡Y le parecerá normal ir contando dedos!
    —Ya se lo he dicho, prefiero la responsabilidad a las normas simples y acotadas. Soy muy ambicioso. Las posturas radicales son más fáciles de instaurar que la medida, el equilibrio es infinitamente más complejo, lleno de matices y recovecos, influido por el momento y el lugar. Lo que hoy vale no lo hace mañana y, viceversa. Las reglas son necesarias, los matices a las reglas, también.
    —Así es como empiezan a romperse las reglas.
    —Con su frase es como empiezan a renacer los fascismos.
    —En la próxima junta de vecinos pienso solicitar que le echen del edificio.
    —¿Por hablar?
    —Por meternos demonios en la cabeza.
    —Ideas distintas, quiere decir.
    —Cosas muy peligrosas.
    —Propóngalo. Sabe qué, con los tiempos que corren, probablemente lo logrará. Hace cinco meses estábamos asustados con los extremismo que estaban resurgiendo en Estados Unidos, Europa, dentro de España y ahora, ir a la panadería es una temeridad sin precedentes. Estamos en el mismo punto psicológico que estábamos, sólo que hemos cambiado el objetivo. Nuestro extremismo, hijo de nuestro miedo, a largo plazo me preocupa más que este virus.
    —Si nos sirve para salir de esta, bienvenido sea.
    —Eso dijeron cuando tiraron la bomba nuclear sobre Hiroshima. Salir de cualquier forma no es salir, es dejar un agujero, para meterse mañana en otro más hondo.
    —Parece mentira que proponga esta conversación justo hoy, con todas las personas que están muriendo.
    —Ahora es cuando hay que decirlo, no mañana. Hoy, cuando tantas pérdidas se dan y tan desolados estamos todos. Cuando salgamos de esta muchos se subirán al carro, se darán cuenta que el país ha sufrido un trastorno obsesivo compulsivo colectivo. No por las medidas a aplicar, sino por cómo se aplican psicológicamente. Dentro de unos meses, con el bocata de calameres en la playa, se verá como una exageración ponerse un guante encima de otro, comprar comida para tres meses o llevar diez días sin bajar a la calle ni a tirar la basura. O ese hombre de treinta años, que no es población de riesgo, que lleva quince días sin salir de casa, que va a estar otros veinte sin salir y por tanto no puede contagiar a nadie y, aún con todo, lava con lejía el paquete de macarrones. Dentro de unos meses todos hablaremos de que hay que aceptar la incertidumbre, de que la vida no puede controlarse, sino negociarse, pero las corridas se libran en la plaza de toros, no desde el sofá de casa cuando estas han acabado. Hablar a tiempo pasado no tiene valor. Lo que habría que haber hecho es hueco, sólo cuenta lo que se ha hecho. Mañana, cuando todo pase, justificaremos nuestros miedos. Entonces todo valdrá con tal de sobrevivir, incluso que nos tengan geolocalizados. Mañana, cuando todo pase, renegaremos de nuestros miedos como hoy nos horrorizamos cuando vemos a esas niñas japonesas de la II Guerra Mundial con la piel cayendo a jirones por su cuerpo.
    —¿Me está comparando el miedo con una bomba nuclear?
    —No se me ocurre mejor símil. Y como esa bomba, el mayor número de bajas no se produce en la explosión, sino en la riada de pérdidas que acontecen en los siguientes cincuenta años por la radiación. Nuestro miedo nos exterminará. Todas las atrocidades de la historia se han levantado sobre el miedo. El miedo a algo externo que va a aniquilarnos, algo distinto que no sabemos por dónde nos llevará, llámalo árabes, judíos, ateos, leones o coronavirus. Vencer esta batalla desde el miedo, es perder mañana la batalla de la vida. Hoy, hoy, tenemos una oportunidad maravillosa de demostrarnos que podemos vivir con ángulos muertos, que no tener el control no es estar descontrolados, que la luz, por obligación, implica asumir cierto grado de oscuridad. Palabras dichas una y mil veces pero, si lavamos ese paquete de macarrones con lejía, no servirán más que para darnos una falsa sensación de fortaleza. Hoy tenemos una maravillosa oportunidad de callar la boca y mover las manos. Démonos prisa, este virus no se quedará con nosotros eternamente. A todos nos queda grande esta situación, pero eso no es motivo para dejar de intentar que el miedo no nos haga perder la medida.
    —Si le veo en el banco llamaré a la policía.
    —Lo sé.
    —Tengo derecho a hacerlo.
    —Yo no se lo quito.
    —Por cierto —dijo el presidente Coca Colo antes de retirarse—, deje de subir y bajar con su mochila por las escaleras del edificio. ¡Quédese en casa!

    

APORTACIONES:

I.L.:»Un personaje nuevo, el típico presidente de comunidad brasas, listillo , arrogante, que va con la normativa en la mano todo el puto día, el típico pavo que no pinta en su casa un mojón , pero el carguillo de presidente de comunidad se la pone dura como el pescuezo de un cantaor flamenco….

Te doy hasta el mote del presidente……el «Coca-Colo»….Denomimado así porque pasa los días de verano en la piscina comunitaria Coca Cola en mano estando pendiente del movimiento de los vecinos a lo sheriff del Oeste».

Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
 

Reverso.