Así no

He estado unos días en la playa. Bueno, en el paraíso, que es lo que tiene asomar el hocico en cualquier esquina después de estar cuatro meses encerrado.
Llego a una playa virgen en la que llevaba el bañador por llevar algo. Dos gatos en todo el arenal y ni rastro de gente en la entrada. Al acceder, el mandado de turno me dice que me ponga la mascarilla. Yo le digo que si me lo está ordenando o recomendando. Entramos en una conversación/discusión y finalmente me dice que haga lo que quiera. Como no hay gente alrededor, no me la pongo. Mis hijos me acusan de revolucionario y toca pelotas, no exactamente con esas palabras, tienen seis y diez años.

Ese mismo día, por la tarde, voy con mis hijos a andar por las rocas. Aparece un socorrista y me dice que no se puede andar descalzo por las piedras, que es peligroso y podemos resbalarnos. Yo alucino, y le echo al pobre chaval un discurso a lo Braveheart, cargado de emoción, sobre hasta dónde cojones vamos a llegar a acobardarnos. “¡Ni andar por las rocas!, casi me echo a llorar de la impotencia de ver cómo el miedo nos va ganando terreno.
Mis hijos se llevan las manos a la cabeza, saben la que viene. Lo que ellos no saben, es que si no estuviesen sería algo menos coñazo porque no estaría educándoles por modelado. Le digo al socorrista si puedo ir a las boyas nadando (algún día también lo prohibirán, al tiempo). Me dice que sí, a lo que yo le respondo que si me da un paro cardiaco de camino estoy bien jodido. Sube los hombros y el pobre se limita a decirme que sólo me dice lo que hay. Una vez más, le pregunto si me recomienda o me obliga. Cómo me lo recomienda, seguimos con nuestro camino.

Estando en otra playa, un familiar manda un mensaje criticando que en la playa dónde estamos, la gente no usa unas parcelas muy monas que han puesto en la arena. Vistas desde el paseo, me recuerdan a los cementerios americanos dónde reposan las infinitas lápidas blancas de los caídos en combate. Eso sí, han cambiado el color de las estacas por zonas para que no parezcamos números de serie de un producto fabricado en masa. Desde el paseo algunos paseantes también protestan de que no las ocupemos. La verdad es que fuera de las parcelas estábamos más separados los unos de otros que dentro. Estas, serán de gran utilidad cuando haya más gente y pleamar. Estos días, eran absurdas.

¿Preferirías que estemos como los americanos o los suecos? No, no me cambio por ellos. Si pudiese elegir, me quedaría con el 40% de la defensa a ultranza que muestran de la libertad, y con un 60% de nuestra prudencia. Ya, suena raro con todo lo que está cayendo en los Estados Unidos, pero es que con todo, hoy por hoy, España es el tercer país del mundo con más muertes por cien mil habitantes, y EE.UU el séptimo. Hemos sido los que hemos padecido el confinamiento más severo, ahora quieren que seamos los que tengamos las medidas más estrictas en el uso de la mascarilla, ¡y seguimos siendo el tercer país del mundo con más muertes! Se ríen de los países negacionistas, pero lo nuestro también es un chiste.

¿Qué quieres entonces? Muy sencillo. Quiero que no quiten los cuchillos de las casas aunque algunos los usen para asesinar a sus parejas. Quiero que dejen que los coches puedan exceder los límite de velocidad y me pongan una merecida multa si me pillan, no que los coches vayan siempre y en cualquier circunstancia a 120 Km/h. Quiero que me dejen ir a las boyas cuando no hay socorristas y me arriesgue a quedarme por el camino, no que cierren las playas al atardecer. Quiero que me dejen ir a la montaña un día de temporal, y si no llevo el material adecuado ni tengo los conocimientos necesarios me pongan una multa si tienen que rescatarme. Quiero que me obliguen a llevar mascarilla cuando no pueda mantener la distancia de metro y medio. Quiero, en definitiva, lo que ya tengo. Mi problema, sorprendentemente, no es con el gobierno ni con los científicos, sino con las personas, que ahora parecen querer ser más santos que el Papa.

Entiendo que pedir moderación psicológica con todos los muertos que están cayendo molestará a algunos. Desde el inicio de la pandemia me siento un ciudadano de hace setenta años diciendo que el domingo no va a misa. Pero es ahora cuando hay que pedirla, no dentro de dos años a toro pasado. Sé que lo que te pido es difícil, nuestros cerebros tienen tendencias binarias y ante un peligro prefieren cortar por lo sano. Si te enteras que tu pareja lleva tirándose al vecino dos meses, tu cerebro responde automáticamente: “¡A la mierda!”. Si pillas a un ladrón, te vuelve a decir: “¡A la mierda con él!”. Si te dicen que tienes cáncer, aunque no sea terminal, escucharás de tu cerebro: “¡Me voy a la mierda!”. Esta crisis no es una excepción. Tu cerebro lo tiene claro. Mejor cinco metros de distancia que dos, mejor lavarse las manos tres minutos que uno. Mejor en casa que de vacaciones.

No, así no. Precisamente, cuanto más grave sea aquello a lo que nos enfrentamos, más equilibrio y serenidad será necesario mantener. No perdamos el control, no nos dejemos arrullar por el miedo, no caigamos en extremismos. Entiendo que es lo más fácil. Ser radical no requiere mucho trabajo, para qué vamos a engañarnos. Blanco o negro, su sencillez encandila. Llevar todo el rato la mascarilla puesta y las manos sumergidas en gel es sumamente liberador y tranquilizador. Pensar en muy cansado. El equilibrio, preguntándose a uno mismo si ir o venir, y cuánto ir o venir, no sólo es agotador, además puedes equivocarte; de hecho, lo harás. Cómo de goloso será, que lo más fácil de encontrar en las personas, triste y peligrosamente cada vez más, es el extremismo. En todas las facetas de la vida.
Si exterminamos este virus exterminando el miedo, será una victoria agridulce. No hay que matar el miedo, hay que escucharle y avanzar con él. Claro que podría ir siempre a 120 Km/h con mi coche, no nadar en alta mar, quitar los cuchillos de mi casa, no trastear por las rocas y llevar siempre puesta la mascarilla, pero entonces tampoco debería emprender un negocio, enamorarme ni soñar, porque hasta cuando sueñas asumes riesgos.
No quiero eliminar al 100% el riesgo de dañarme. No estoy dispuesto a condicionar mis movimientos hasta eliminar el 100% el riesgo de dañarte. No te pido que elimines el 100% del riesgo de dañarme. Seamos responsables. Cuidemos los unos de los otros, pero no pretendamos convertir la vida en un manejable y previsible parque de bolas para críos dónde todo está tan acolchadito.
Hay políticos que proponen usar siempre y en todo momento la mascarilla, aunque estés cagando en medio del desierto. Claro, y podemos ir con el casco en el coche, y tomarnos la tensión todas la semanas, y poner un microchip en el culo de nuestros hijos para saber en todo momento dónde están, y podemos hacer jurar a nuestras parejas que nos querrán eternamente y a los médicos que no moriremos mañana. ¡Pero es que no nos damos cuenta que cuánto más control, más miedo a la incertidumbre! No será hoy, quizás tampoco mañana, pero viendo como la gente no quiere aprender a vivir con el miedo sino vivir sin él, doy esta batalla por perdida. La libertad, gotita a gotita, será prostituida en aras de la seguridad hasta que un hilo de sangre caiga de entre sus piernas. La sociedad permitirá que la violen a cambio de que la protejan del hombre del saco, de su egocéntrico e infantil miedo a la extinción. ¿Entonces, porqué escribes este texto? Escribo por convicción, no para ganar.

Sucumbir al miedo es tentador. Quizás, mientras degollo el miedo, sea feliz, pero será una felicidad asociada a la debilidad. Una felicidad bella como el cristal pero frágil como él. Si no deseo eso para mis hijos ni para mí, por qué iba a desearlo para ti.

Reverso.