¡Sorprendente!

Soy agnóstico por convicción, ateo por intuición y creyente por ilusión.

El 20 de Febrero del 2019 me pasó algo interesante que me gustaría compartir contigo. Soy un enamorado de las casualidades, pero enamorado de esos que se les cae la baba. Siempre me digo que voy a apuntarlas, pues se me han dado algunas en mi vida de sobresaliente empaque. Nunca lo hago. El caso es que ese miércoles alguien me contó una casualidad de esas que hacen que se tambaleen los pilares racionales en los que apoyo mi trasero. Me contó que eran tres hermanos, y los tres, habían nacido el 24 de Julio. No acaba ahí la cosa. El padre también lo había hecho el 24 de julio. Además los tres hermanos lo habían hecho entre las 17.00 y las 18:00.
La madre tuvo a lo largo de su existencia siete embriones en su vientre: cinco llegaron a feto y de ellos, tres consiguieron convertirse en personitas. Vamos, que tuvo cuatro abortos. Los únicos que sacaron sus naricillas para olisquear lo que la vida tenía que ofrecerles, lo hicieron el mismo día y el mismo mes; como si de ese vientre no pudiese salir nada que no coincidiera exactamente con esa fecha. Piénsalo un poco. ¡Cómo es posible tanta coincidencia!

¿Por qué me gustan las casualidades extremas? Porque aunque mi intuitivo ateísmo y mi convencido agnosticismo riegan mi mente de realidad, esas casualidades son el resquicio por dónde frágilmente intenta colarse la ilusión de que algo más allá de lo conocido es posible. Echo tanto de menos la ilusión de la noche de Reyes, la dulce visión del niño, el horizonte inabarcable que cualquier cosa puede traer a tus pies, los padres que desde su insondable posición parecen dioses que todo lo entienden, y para lo que todo parecen tener respuestas. La seguridad de los profesores a los que ningún niño puede encontrar vetas, la capacidad para sorprenderse ante una procesión de orugas que peregrinan ciegas oliéndose el culete unas a otras, la magia, la magia de que hay algo más allá de mi conocimiento que me supera y me trasciende, me arrastra y me acecha.

Cuando me doy de bruces con la casualidad, o mejor dicho cuando ella me golpea a mí como si hubiese salido a mi encuentro, siento que la vida a través de su orfebre el azar me guiña un ojo y me dice que algo de esa magia de mi infancia sigue ahí, soterrada a resguardo de la imperante racionalidad de los adultos. Pero el azar no puede más que guiarme como el perro empuja con el hocico a su dueño para que le saque a la calle. La magia perdida no está en los Reyes Magos, ni en el horizonte infinito o los dioses velados, está en la capacidad de sorprenderse. No es fácil sorprenderse en los tiempos que corren y con canas en el coño y los huevos, pero precisamente por eso el que haga el esfuerzo, porque la felicidad es un trabajo no una ofrenda, descubrirá que la vida, y todo lo que acontece en ella, es absolutamente sorprendente. Las casualidades son las guardesas del misterio que de vez en cuando, muy de vez en cuando, mandan una botella a la playa con un mapa dentro. Somos nosotros los que debemos coger ese mapa y entregarnos a la aventura.

Por cierto, ese mismo día le conté esta misma casualidad a un paciente con el que estaba charlando en Álava Reyes. Solo a uno. Resultó que su mujer nació el 24 de Julio.

Hay algo más. Ni bueno ni malo ni carnal ni abstracto. Cada uno que lo llame como mejor le venga en gana, pero hay algo. Algo que jamás comprenderemos. Jamás.
Hoy he decidido creerlo. Mañana, mañana será otro día.

El rumor del olvido.