Son varios los recuerdos a los que uno querría dar un último abrazo antes de exhalar el último aliento. No muchos, si nos atenemos a que de las miles de experiencias que uno devora a lo largo de su vida, no llegan a cien las que le marcan. Entre ellas, en mi caso, se encuentran las tostadas de pan. Por cotidianidad y goce, las de mantequilla y mermelada; por placer, mención a parte disfrutan las de aceite, sal y tomate natural rayado. Con todas las dudas que me acechan en vida, es un consuelo saber que si fuese un reo al que le conceden un último deseo antes de entrar en la muerte a manos de la guillotina, no titubearía en mi elección como tampoco lo hace la decidida hoja que firma mi billete al otro barrio: «Unas tostadas con mantequilla y mermelada, por favor. Si esta última es de melocotón, ya pueden soltar la cuchilla que mi cabeza no necesita del resto del cuerpo para ser feliz».
Hace unos días, desayunando, mi mujer quitaba de su pan tostado unos trocitos de fruta de la mermelada de higo. Yo la animé a no hacerlo por dos motivos a cual más convencido: no hay que desperdiciar de comida, y esos trocitos de fruta tienen mucho sabor. Tan o más convencida que yo, me respondió que muy bien, pero que a ella no le gustaban.
Aunque entendía sus motivos, fui alternando como argumento el peso del placer o de evitar el derroche, con mismo resultado: ella, sorprendentemente, quería comerse las tostadas como a ella le gustaban, no como yo deseaba.
Mi maestra de este miércoles es la mermelada. Ella será mi recordatorio, y confío que el tuyo, de que cada cual ha de decidir como quiere comerse la vida. Otra cosa son las tostadas compartidas, donde la negociación debe imperar; pero cada uno que se se tueste el pan a su gusto. No es maldad lo que nos mueve en nuestras sugerencias, al contrario, queremos que lo es lo mejor para nosotros, lo sea para los demás. El motivo es lícito, pero más lícita es aún la libertad.
Cuando veas a alguien vestir, peinarse, hablar, llorar o cagar déjale hacerlo a su manera. No, no es exagerado. A veces dirigimos al otro en cuánto debe llorar, cómo debe cortarse el pelo, o cuánto papel debe usar para limpiarse el culo.
Opina, porque sería una lástima no conocer tu punto de vista, pero una vez manifestada tu visión de las cosas, deja al otro imponer la suya. Para bien y para mal, son sus tostadas y tiene pleno derecho de tomarlas a su gusto.
R.R.R.

Decir tres veces lo mismo, por muy educado y bienintencionado que seas, no es opinar; es controlar. Cuídate de esta forma tan sutil de intimidación. Ser un pesado en una especie de imposición de guante blanco.