Me gustan los símbolos.
Me gusta que una pareja de enamorados dedique un día a cantar su amor a amigos y familiares, aunque un año después el peso de la rutina o la ligereza de una aventura den al traste con su relación.
Me gusta que me feliciten en mi cumpleaños, aunque alguno esté deseando que me vaya a criar malvas para disfrutar de mi herencia.
Me gustan las Navidades, no por el consumismo, la obligación de ser felices o el culto a dioses apadrinados por los miedos, sino porque el ladrón roba menos y el generoso da más, aunque pocos días después todos volvamos a ser ladrones.
Me gusta que las mujeres vengan vestidas para poder desnudarlas. Me gustan los preámbulos de seda que adornan la penetración.
Me gusta la cortesía, el “usted primero”, el “gracias” y el “de nada”. Me gusta el “que tengas un buen día”, el “me alegro de verte” y el “por favor”.
Los símbolos también son fieles devotos de la hipocresía, la miseria, la lealtad irracional a la costumbre y la cobardía. Cierto. Y aún con eso me siguen gustando.
Los símbolos no lo son todo. No pueden serlo. ¿Pero porqué no permitir que sean una parte del todo? Aquellos símbolos que nos dan algo de paz, que nos alivian un poco la soledad, ¿hacemos mal en utilizarlos?
Todo lo que vaya torcido en tu vida no va a enderezarse por la simple expresión de mis deseos, pero me siento más a gusto deseándote felices fiestas que olvidándome de ti.
Ojalá el 2019 sea un buen año. Ojalá tú pongas de tu parte para que así sea. Esos y no otros son mis deseos para ti.
El rumor del olvido.