He leído una noticia triste. Un chaval de veinte años estaba jugando al futbol cuando le dio un ataque al corazón y murió, presumiblemente, por no recibir ayuda médica a tiempo. Más allá del motivo de la noticia, unos médicos no le atendieron porque no podían dejar sin servicio el centro de salud (profesión difícil esta, en la que rápido te ponen un pleito tanto si vas como si vienes), hoy quería hablar sobre el hecho de por qué un chico que sabía que debido a sus problemas cardíacos no podía hacer grandes esfuerzos, se encontraba jugando al fútbol. Como desconozco los hechos que rodean a este suceso, sólo lo traigo a nosotros para que nos dé pie a hablar de cómo las personas que reciben un diagnóstico de una enfermedad grave, a veces, se dan cabezazos contra una pared cuando los médicos les han dicho que eviten los golpes en la cabeza.
Aunque puede darse a cualquier edad, todos conocemos a algún adulto que después de recibir su diagnóstico de cáncer sigue fumándose la misma cajetilla, cuando no más, hoy quiero centrarme en niños y chavales. Recientemente un paciente me contaba que de niño le quitaron un pulmón. Los médicos le dijeron que tuviese cuidado con los golpes. Él se apuntó a hacer artes marciales y cuando tuvo edad, se compró una moto de campo con la que hacía el cabra. Tuvo varios accidentes importantes que le dañaron el bazo, costillas rotas, aunque por fortuna ninguno le afectó al pulmón huérfano. ¿Quiere esta gente, que mete los dedos en el enchufe, a pesar de las advertencias de que no lo hagan, suicidarse?
No, estas personas, sobre todo, no saben lo que quieren. Creo que es una mezcla de rabia y miedo. Rabia porque la vida les haya señalado. Rabia porque después de estudiar una y otra vez su comportamiento, no encuentran la razón a formar parte de esa lista negra de tullidos. También tienen miedo. Mucho miedo. De qué va a ser de ellos, de hasta qué punto les afectará su problema y les hará distintos. Miedo de que no acabe nunca esa sombra que ahora pulula sobre ellos llenándoles de inseguridad. Sus actos kamikaces son un gesto de autoafirmación. Uno, cuando le han abofeteado de esa forma, no puede salir a la plaza como si tal cosa. Tiene que salir arrasando. O sales así, o del temblor de piernas no te levantas de la butaca. Sales dando empujones porque te cagas en quién sea el responsable de lo que te sucede y, como no sabes quién es, pues los das a todos lados para aumentar las posibilidades de atizarle. Mejor zarandear a algunos injustamente que arriesgarse a que se vaya de rositas el culpable. Te revelas. Que es lo único que crees que te queda. Te revelas absurdamente, porque sabes que tú serás el principal perjudicado del motín, pero al menos mientras te llegue la colleja te sientes libre, normal, uno más ocupado en hacer la vida que hacen todos los demás. ¿Qué no juegue al fútbol ni monte en moto? ¡Porque tú lo digas!
Y entre tanta confusión, están los placeres. Algunos de ellos contraproducentes para tu enfermedad, sobredosis de azúcar para diabéticos. Tan malo vive el alcohólico la cirrosis como la vida sin música y, para un alcohólico, un guateque sin alcohol es un baile sin orquesta. Entre tanto miedo, dolor y rabia, los placeres, por pequeños que sean, son islas a las que uno se aferra sin mirar más allá. Bastante esfuerzo te lleva dejar de mirar el más acá, como para preocuparse de lo que haya en el más allá. Probablemente ese chaval, mientras jugaba ese partido de fútbol, era feliz en su normalidad. ¿Por qué metemos los dedos en el enchufe? Porque estamos cabreados, porque queremos demostrarnos que el miedo no va a ganarnos, porque es divertido ver cómo se ponen los pelos de punta mientras confiamos que el voltaje no nos mate, en definitiva, porque esperamos que la electricidad nos saque de la incomprensión en la que nos ahogamos.
Son muchas las cosas que podemos decirles a estas personas para ayudarlas, pero para eso, hay que hablar con ellas. En mi opinión, sobre todo con niños y jóvenes, aunque no vendría mal con cualquier edad, el diagnóstico de una enfermedad crónica debería ir acompañado de unas sesiones de terapia psicológica. Y unas conversaciones rápidas de diez minutos con un profesional no es el marco dónde vayan a poder explayarse. Es una labor del adulto, no del niño, cubrir esas necesidades. No hay que preguntar al niño: “¿Cómo estás Lucía? ¿Necesitas ir a un psicólogo a contarle tus problemas? ¿igual estás enfadadita con esto que te está pasando? ¿No? De acuerdo, si quieres hablar con mamá estaré en la cocina con el móvil”. Lucía podría tener pensamientos parecidos a estos: “¿Pero qué queréis que os diga? ¿Cómo voy a contároslo si ni yo misma me entiendo? No solo estoy enferma, sino que encima volcáis en mí la responsabilidad de saber si necesito o no ayuda para encarar mi enfermedad. ¡Y yo qué coño sé como estoy! ¡Y yo qué coño sé que necesito! ¡Y yo qué coño sé porque hago cosas que podrían hacerme mal! ¡Y yo, qué coño sé, si estoy toda llenita de rabia y miedos! ¿Acaso nadie va a salvarme? ¿Tampoco tú Dios, ahora que mis padres se han vuelto tan pequeñitos? Estoy tan sola. Es tan injusto que esté enferma”.
Da igual la edad que tengas, cuando la vida te coge de los tobillos y te pone boca abajo, uno se marea, para después, preguntarse: “¿Me darán en algún momento la vuelta? ¿Me acostumbraré a ver la vida del revés? Vaya, con lo erguido que iba hace justo un momento, no sé si cagarme en la vida o cagarme de miedo. Mientras doy con la respuesta me echaré un partido de fútbol y después me fumaré un pitillo”.
Cuidemos del menor cuando sea la enfermedad quién le voltea. Y entre los muchos cuidados que pueda recibir, ofrezcámosle el marco adecuado dónde expresar sus miedos y su rabia más lacerante.
El rumor del olvido.