Cuarentena. Capítulo 1

15-03-2020

    —¡Joder, qué asco!
     —¡Vaya!
     Mateo se subió los pantalones sin urgencia. Su glande asomaba tímidamente por encima de la línea del pantalón. Con un leve movimiento lo guardó.
     —¿Vaya? —dijo la chica.
     —¿Qué quieres que le haga hija?
     —¡No me llame hija con la polla todavía en la mano!
     —Es una forma de hablar chiquilla, debo tener sesenta años más que tú. ¿Qué edad tienes?
     —Diecisiete.
     —Dios los guarde.
     —¿Dios? ¿En serio?
     —Dios o cómo quieras llamarlo.
     —¿Es cosa de Dios que estemos encerrados en nuestras putas casas como gallinas?
     —No, eso es cosa de nuestra estupidez.
     —¿Estupidez? Creía que se llamaba Covid-19.
     —Ese Señor sólo ha sacado a la luz nuestra estupidez. La estupidez de creer que evolucionar hasta los siete mil millones de personas es sostenible. La estupidez de que esos dos mil millones de personas que han pactado con el diablo vivir como burgueses desagradecidos, hayan olvidado que a su debido tiempo, tendrán que lamerle los huevos.
     —¿La culpa es nuestra entonces?
     —Si de joven un amigo se metía en problemas, me partía la cara por él aunque fuese culpa del idiota de mi amigo. Soy muy leal a mi especie, tenemos que ganar esta batalla.
     —Creía que este Señor, como le llamas, estaba enviándonos un mensaje.
     —Mi instinto de supervivencia es más fuerte que mi instinto de justicia.
     —Doy fe, que de instintos no anda mal.
     —¿Por qué lo dices?
     —Por lo que ha pasado hace un rato.
     —Ah, eso. Sí, ciertamente debe haber sido violento para ti.
     —¿Se puede saber que se le ha pasado por la cabeza para masturbarse?
     —¿Quieres saberlo?
     —No, no.
     —No es nada del otro mundo, no te creas.
     —¡Sólo llevamos un día encerrados!
     —Han dicho en la televisión, que cuanto antes adquiramos rutinas mejor.
     —¿Por qué estaba en la terraza?
     —Dentro está mi mujer viendo la tele. Además, hace una noche trémula que endulza mis ensoñaciones.
     —¿No le da vergüenza que alguien pueda verle?
     —¿Vergüenza? Le perdí la pista cuando empezó a escabullirse entre mis arrugas. La vejez lo devora todo, hasta a esa tímida sonrojada.
     —Aún puede… Ya sabe… Su soldadito… —la chica hizo el gesto de levantar su dedo índice.
     —Qué va. Me tomo esas pastillitas azules y, aún con todo, me cuesta conseguir que no se desparrame entre mis dedos.
     —Entonces, ¿no acaba?
     —Jajaja, qué va muchacha.
     —No entiendo entonces para qué se pone.
     —A mi edad, si sólo hiciese las cosas que puedo acabar, no haría nada.
     —Si no voy a llegar, yo paso de ir.
     —Pues esta cuarentena te pondrá a prueba. Durante unas semanas tendrás que aprender a estar, no a ir para estar.
     —No entiendo.
     —Estáis acostumbrados a ir a tantos sitios que no vais a ninguno. Tenéis la mente siempre en lo siguiente, difícilmente en el ahora. El ahora lo usáis para programar el después y, cuando el después es ahora, vuelta a empezar.
     —Eso que dice mi madre de que cuánto más, más quieres.
     —Exactamente eso que te dice tu madre.
     —¿A usted no le pasa?
     —¿Que has visto en mi cara que te hace pensar que soy menos gilipollas que vosotros?
     —Las cosas que dice.
     —Vivimos una época de cotorras bien habladas. Júzgame por mis actos, no por mis palabras.
     —Al menos parece tener las ideas claras.
     —Menos de lo que parece. Tutéame por favor.
     La chica se empezó a liar un cigarro.
     —¿Fumas?
     —He fumado tanto en mi juventud que no he dejado espacio en mis pulmones para la vejez.
     —Si te molesta puedo ir a fumar a la ventana de atrás.
     —No, por favor. Si no te importa, échame el humo.
     —¿En serio?
     El viejo sonrío. Cuando el aroma a tabaco pasó por delante de él, hizo el gesto con la cara de seguirle el rastro mientras se elevaba por los aires.
     —Tengo que dejarlo.
     —Lo harás.
     —Supongo.
     —Vives con tus padres y tu hermano, ¿verdad?
     —Ajá.
     —Qué lleváis viviendo aquí, ¿dos años?
     —Cuatro.
     —Cuatro, ¿eh? Escurridizo camorrista que es el tiempo.
     —Me llamo Clara.
     —Encantado Clara. Soy Mateo.
     Ambos se acercaron al borde de la terraza descubierta y se dieron la mano efusivamente. Les separaban tres metros y cuatro pisos de altura.
     —Otra vez, vamos descordinados —sugirió Mateo al subir su mano mientras la de Clara bajaba.
     —Da igual.
     —¿Cómo va a dar igual hacer las cosas mal?
     El nuevo saludo pareció satisfacerle.
     —¡Ahora sí!
     —Encantada Mateo —dijo ceremoniosa. Parecía divertirle, como si estuviese ilustrando el saludo de una doncella del siglo XVIII.
     —¿Clara?
     —Sí.
     —¿Dices que llevas cuatro años viviendo en la calle Pez Austral?
     —Correcto.
     —¿Cuántas veces crees que nos habremos cruzado en el pasillo, el ascensor, la calle? ¿Cincuenta? ¿Cien?
     —Por ahí.
     —Yo diría que muchas más.
     —Si, es verdad.
     —Ha tenido que venir este Señor para presentarnos. En todo este tiempo no habíamos intercambiado más palabras que amables y esquivos saludos. Ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Esta es, de largo, la conversación más larga que hemos tenido.
     Después de cruzar sus ojos un instante, ambos dirigieron la mirada al mismo árbol que les custodiaba. Un árbol, que como no debía hacer olvidar este virus, era muestra irrefutable de los ciclos de la vida. Todo viene y va. El río de la vida nunca cesa. Los tímidos brotes verdes que empezaban a asomar de las ramas del árbol lo demostraban. La primavera llegaba, como a su debido tiempo, tras el esplendor del verano y la coqueta acuarela del otoño, las hojas volverían a caer para, a su debido tiempo, volver a aparecer.
     —Clara… pero qué nombre tan bonito tienes chiquilla.

Reverso.