Tienes quince años. Llegas a casa y te encuentras a tu padre haciendo la comida, después fregará la sartén y a lo mejor, barrerá el suelo. Nada llama la atención en esta imagen. Y es curioso que no lo haga, porque en dos mil años, dos mil he dicho, nunca la habrías visto. Al menos no con tanta asiduidad como se da en la actualidad. Incluso los nietos empiezan a verlo en sus abuelos. En los últimos treinta años los hombres, como conjunto, han avanzado en su responsabilidad con sus familias más que en los últimos dos mil años. Ya no sólo salen a cazar animales y euros, ahora también se ocupan del cuidado de sus hijos y sus hogares. Como conjunto, otra vez, seguro lo hacen menos de lo que pueden llegar a hacerlo. No hay que caer en la autocomplacencia, avanzar y mejorar lo que es mejorable debe ser el faro a seguir. No en todo, sí en esto. Pero desde luego, si algo habría que decir a esos hombres que en sus casas no vieron casi nada de lo que sus hijos ven, es felicitarles. El cerebro es maleable, pero está sujeto a leyes reales y no de ficción. Para los nuevos tiempos, que todo tiene que suceder rápido, y que por mucho que se atesore felicidad no dejamos de quejarnos de que se podría atesorar más, treinta años nos parecerán una barbaridad, y lo logrado, lo mínimo que se podría exigir. Pero la verdad, es que lo están haciendo de maravilla. Si siguen así dentro de nada aprobarán este examen, y si mejoran un poco más, sacarán hasta buena nota.
Hoy también quería llamar la atención sobre los cerebros de las mujeres. Ellas también tienen que adaptarse a los nuevos tiempos. Aunque suene a chiste, de hecho tienen que adaptarse a los cambios derivados de los cambios que ellas, con criterio, reclaman. Y no es nada sencillo. Porque esto no habla de géneros, sino de personas y la capacidad de sus cerebros para adaptarse. Durante esos mismos dos mil años, los niños y el hogar han sido monopolio de las mujeres. Venían a decir algo parecido a esto: “Tu sales por esa puerta y te desentiendes, no pretendas meter las narices cuando llegas”. La cuestión, es que si ahora los hombres se ocupan más, también deberían meter las narices más. Eso es lo justo. Y otra vez, buscar la justicia no es de géneros, sino de personas, ¿no? Por eso, si un hombre cocina, también decide el menú, se repita o no este, sea más alto en colesterol o no. Si un hombre viste a sus hijos, toma la decisión de qué prendas ponerles, aunque no vayan a juego o pasen algo de frío o calor. Si un hombre pone el lavavajillas, puede decidir como coloca los platos, así como si lleva a los críos al colegio, qué se va escuchando en la radio. En definitiva, si un hombre se encarga del cuidado de su hogar y su familia, tiene por derecho capacidad para influir en qué se hace, cómo y porqué en ese hogar y esa familia. Y esto, a las mujeres que llevan toda la vida, por gusto o necesidad, haciéndose cargo en solitario de sus casas, como es normal les cuesta aceptarlo, más que nada, porque ellas han sido la ley en ese pueblo del Oeste.
No se trata de que los hombres impongan su voluntad. Mal iríamos si llevamos la balanza al otro extremo. Es solo que los hijos no lo son de sus madres, sino de sus madres y sus padres. Si un hombre limpia la mierda a su bebé, puede decidir cuantas toallitas usa, si le limpia el culo de arriba abajo o de abajo arriba, si le echa más o menos colonia, o cómo de apretado le pone el pañal.
Los hijos, para entendernos, son el 50% de cada progenitor, y las parejas actuales como los políticos actuales, están obligados a negociar. No hay monopolios. En verdad sí los hay, pero esto es más achacable a la falta de valor de los hombres que al arrojo de sus parejas. A algunos hombres les viene de perlas tener parejas impositivas para quitarse de en medio y luego culparlas de lo mal que salen las cosas. Es de agradecer que las mujeres faciliten la incorporación de los hombres en la toma de decisiones familiares, pero que no lo hagan no es excusa para mirar hacia otro lado. Veinte años después, estos hombres dirán a sus hijos: “Cielo, yo quise educarte de otra forma, pero tu madre no me dejó”. Si tu hijo no se descojona en tu cara en por respeto: “¿Qué mamá no te dejó? ¿Qué te puso, una pistola en la cabeza? No papá, si no hiciste más es porque no querías conflictos. Priorizaste vivir cómodo a luchar por lo que tú creías que era bueno para mí. O más gracioso aún, para evitar un posible divorcio que supuestamente me traumatizaría, estuviste con alguien que no querías haciendo una vida que no querías, y aún vuelcas en mí, que era un niño, el peso de tus decisiones”.
Luego están esas madres que creen que el embarazo y el parto les otorga una posición superior, de por vida, en todo lo referente a lo que no dejan de llamar: sus hijos. Cada uno es muy libre de tomarse la vida como le venga en gana, pero deberían avisar: “Mira tío, el embarazo y el parto es muy bonito, y también es una canallada. Los cambios hormonales, el cuerpo se deforma, vives acojonada cuando el feto no da pataditas, no encuentras la postura para dormir, te salen hemorroides, y el parto, que mejor ni te lo cuento que sólo de oírlo te desmayarías. Luego además te quedas con los bajos como si los hubieses arrastrado por unos arbustos. Total, que ese año de penurias que voy a pasar me hace a mí MADRE y a ti padre, rango militar que me otorgará poder sobre ti en lo referente a mis hijos durante los próximos cincuenta años. Puedo escuchar tus sugerencias, jugar a las negociaciones, pero a la hora de la verdad ante los desacuerdos, yo mando y tú obedeces. ¿Estamos de acuerdo, o me busco a otro o una clínica de inseminación?”.
Todo lo que sucede dentro de la vida está interconectado, y la mayor implicación que se está viendo en los hombres con sus hogares, debe ir acompañada de una progresiva cesión de competencias de las mujeres. No les será fácil, quieren con todo su alma a sus hijos, y les costará dejar que otros les lleven por senderos que o no les gustan, o temen. Pero es que la mujer de los nuevos tiempos tiene que aprender a estar tranquila sin tener el control. Lo harán bien. Porque hombres y mujeres forman parte de una especie sorprendente. La humana.
Si pagamos el viaje a medias, lo razonable es que el destino lo decidamos entre los dos.
El rumor del olvido.