Querida amiga, querido amigo, no eres especial; ya no sólo en nada global, sino ni siquiera en nada en particular. Alguien tenía que decírtelo, y que mejor que un libro. Ni siquiera eres especial como ser único e irrepetible entre siete mil millones de anónimos grupos de átomos que quieren brillar con luz propia en la inmensidad de la oscuridad del universo. En verdad el hecho de que no haya habido, haya ni habrá nadie clavaico a ti, me obliga a aceptar que esa circunstancia, por narices, tiene algo de especial. Te lo concedo, al igual que si metes el dedo meñique de tu mano izquierda en tu orificio nasal derecho, en el agujero restante te introduces un bolígrafo, el dedo índice de tu mano derecha lo introduces en tu oído izquierdo y mientras tanto dices: “pamplona va, pamplona viene”, también te felicitaré reconociendo que nunca nadie, antes ahora ni después, entre los miles de miles de millones de personas que habiten este u otros planetas, estas u otras galaxias, habrá un solo ser que repita esa secuencia.
Pocas cosas hay peores para hipotecar la felicidad que haberse sentido especial en la infancia y la adolescencia. Ya sea porque eras la guapa de la clase, el listo que sacaba notazas, la niña por el que toda la familia llevaba babero, el habilidoso en el deporte o cualquier otra cualidad por la que sintieses que eras especial. ¿Qué hay de malo en destacar, es sentirse especial respecto a los demás? Mientras lo disfrutas tiene mucho más de bueno que de malo, pero te pasarás el resto de tu vida buscando desesperadamente ser especial para tus padres, para tus parejas, para tus amigos, para tus jefes y compañeros de trabajo, e incluso para los desconocidos. Es verdad que nuestra sociedad hace mucho daño con la invención del protagonista, el héroe, el elegido. Las novelas, las películas, la música, los videojuegos, todo gira en torno a una o un reducido grupo de personas: una estrella brilla y el resto es chatarra espacial. En los anuncios de televisión sucede lo mismo: el coche, la joya, el teléfono, el viaje con el que escapas del mundanal ruido de la vulgaridad legitimando tu singularidad.
Disfruta de tus virtudes, de que tengas personas que te amen, pero puedes hacer todo esto sin sentirte especial. De hecho nunca fuiste especial, sólo destacabas en algunas cosas con respecto a una pequeña muestra de referencia. Deja de perseguir sobresalir en nada, porque aunque a veces puedas sacar la cabeza por encima de los demás, eso no te hace especial, sino simplemente más alto en algunas cosas, durante un tiempo determinado, respecto a una muestra concreta.
Libérate de ese lastre que arrastras desde la infancia cuando te hacían creer que había algo en ti que te hacía distinto, creando un vacio que como adulto es imposible de saciar. Ni eres especial, ni eres insignificante; eres. Tus actos no son grandiosos, ni ridículos; son. Deja de evaluar, puntuar y etiquetar todo como si estuvieses en la escuela.
Apaga los focos que se dirigen a ti. Deja de querer encandilar al público y envíales a su casa. No mires cuánto de bien lo hacen los demás y cuánto les aplauden. Sal de tu solitario teatrillo real y entra en el gran escenario en el que todos participamos como figurantes. La obra cobra sentido en sí misma, no necesita que la vida ni sus personajes de reparto hagan nada especial para justificar su existencia.
No, necesitas, hacer, nada especial. Es más, nada puedes hacer por ser especial. Es una mentira, se puede vivir una vida plena sin ser especial, te has creado una necesidad absurda e innecesaria.
Con permiso del viento.