31-03-2020
Estaban Clara y Mateo a sus cosas, cuando unos gritos llamaron su atención. Al asomarse a las terrazas, comprobaron como el presidente Coca Colo, megáfono en mano, recriminaba a un vecino que no pusiese música después de los aplausos. Éste, lejos de amilanarse, subió más el volumen. A Coca Colo iba a darle algo. La vena de su cuello era El Tajo inflado de Rioja. Y de repente, se desplomó. El golpe fue tremendo. Apenas alcanzó a levantar un brazo pidiendo auxilio, mientras el otro se agarraba el pecho.
—¡Papá, el presidente está sufriendo un ataque al corazón!
En cuanto el doctor Sly se hizo cargo de la situación, salió corriendo escaleras abajo tras decir a su hija que llamase a una ambulancia. Al llegar al presidente, este le persuadió de avanzar.
—No se acerque. Llevo un par de días con tos.
Coca Colo tenía intención de ser fiel al reglamento hasta la muerte.
—Déjese de idioteces.
—¿Y su mascarilla?
—No tengo —dijo mientras superponía una mano sobre la otra a la altura del corazón de Coca Colo, con su rostro a menos de medio metro del suyo.
—¡Apártese, insensato!
El doctor Sly actuó omitiendo las recomendaciones. Estuvo haciéndole un masaje cardiaco mientras llegaba la ambulancia.
Cuando llegaron los sanitarios se ocuparon del presidente. Antes de irse en la camilla, Coca Colo se dirigió a él.
—¿Por qué me has ayudado?
—A veces hay que actuar. Sin más.
—No lo entiendo. Me odias. Todos me odiáis.
—Eso es una idiotez. Usted es imprescindible para esta comunidad. Es el contrapunto que precisa el caos para no perderse en las tinieblas. Es una suerte para todos tenerle.
Cuando los sanitarios empezaron a llevárselo se dirigieron al padre de Clara.
—¿Le ha tocado?
—Le he hecho un masaje cardiaco durante cinco minutos.
—Sabe lo que tiene que hacer, ¿verdad?
—Lo sé.
Cuando la ambulancia se fue, cogió el megáfono y algo le llevó a dirigirse a los curiosos que fisgoneaban desde sus ventanas y terrazas. Sabía que los próximos catorce días tendría que estar en aislamiento. No volvería a darle el aire, no volvería a estar en la misma habitación que sus hijos. Se entristeció. Quiso alargar ese rato de libertad todo lo que pudo y comenzó su discurso megáfono en mano:
—Sin restar importancia a la curva de muertos causados por El Señor Covid, tiene nombre de muñeco de las Olimpiadas, hay otra curva igual de peligrosa que está alcanzando estos días su pico máximo. La depresión. Subclínica en la mayoría de los casos, pero depresión a fin de cuentas. Desánimo me parece un diagnóstico demasiado liviano para lo que la gente está experimentando dentro de las paredes de sus cabezas y de sus casas.
Lo malo de esta Señora, es que uno no es consciente de estar siendo visitado por ella hasta que se la encuentra en la cocina con delantal y sartén en mano. Viene tan sigilosamente, tan progresivamente, que no te das cuenta que tu forma de interpretar la realidad ya no es tuya, es la de ella. Si viniese de golpe se delataría y te daría tiempo a levantar tus defensas.
Estamos en el centro del huracán depresivo y lo peor, es que como giramos con él, no nos damos cuenta del ritmo vertiginoso en el que nos está metiendo nuestra cascada de pensamientos negativos. Son ya demasiados días con una ansiedad pegadiza de la que a duras penas logras deshacerte. Te distraes, ríes, trabajas, juegas, pero una parte de ti, sabe que es un disimulo. En el fondo de ti mismo, no consigues quitarte de la cabeza cómo hemos llegado aquí de la noche a la mañana, hasta qué punto esto no será el fin de todo y, qué será de nosotros cuando el virus se vaya pero en su marcha haya dejado un país desolado emocional y económicamente. Empezamos viendo las barbas de nuestra querida Italia cortar. Desde ese día, aunque siguiésemos yendo a manifestaciones, algo en nuestro interior nos decía que los tiempos que conocíamos sufrirían una envestida. Han pasado ya demasiados días desde entonces. Han pasado ya demasiados días desde el primer vídeo de nuestros vecinos alertándonos. Demasiados.
Durante este tiempo de cuarentena no sólo se suman pesares, se restan alegrías. No hay que ser un as en matemáticas para comprender que el balance es negativo. Esta ecuación es importante, porque en condiciones normales, si te echan del trabajo o se muere un familiar, puedes bajar a tomarte un chato con los amigos o distraerte yendo al cine o de viaje. Como estás triste no llegas a disfrutar de estas actividades, pero consigues dar esquinazo por un rato a tus preocupaciones, aunque sea levemente. Ahora no. El balance es negativo. La clave es el balance. Los problemas que padecemos son grandes y numerosos, y las vías de escape son pocas y exiguas. Las hay, y las utilizamos, pero una conversación con tus seres queridos por una pantalla dividida en seis cuadraditos, no tiene el poder sanador de un amigo sentado frente a ti. Su sonrisa, su presencia, su silencio, llega de otra forma cuando no hay intermediarios.
En los telediarios sólo hay desgracias presentes y venideras, la promesa de una desaceleración del virus que no acaba de llegar, la promesa de una crisis económica de postguerra que no queremos ver empezar. Si el día amanece frío nos sentimos desolados, si amanece soleado nos sentimos desolados de no poderlo disfrutar. El abanico de reforzadores se ha reducido drásticamente y la mayoría de los que quedan, a los que hay que estar muy agradecidos, son a través de máquinas. Encerrados en nuestras casas, rodeados de lobos diminutos e invisibles que acechan a la humanidad y, lo poco que nos queda para sentirnos humanos sociales, es a través de máquinas. Bonita y cruel contradicción. Queridos amigos y amigas, unos más, otros menos, pero todos estamos algo deprimidos. Sólo si nos hacemos conscientes, podremos vencer esta pandemia emocional.
Todo lo que acontece estos días tiene una curiosa peculiaridad; la colectividad. Esta situación es particularmente difícil porque apenas hay personas cortafuegos. El día que se te muere tu padre de cáncer no se mueren los padres de tus amigos, cuando tu pareja te abandona no coincide con que hayan abandonado a tu hermano, de forma, que cuando tú caes, otros cercanos están ahí para levantarte. El problema, el gran problema, es que todos estamos cayendo en masa porque todos estamos expuestos a las mismas fuerzas de la gravedad. De esta forma, estamos entre todos, formando un enorme río depresivo que todo lo arrastra. Alguien dice: “Esto es horrible”, y obtiene por respuesta: “Y más que va a serlo”. Temes por la vida de los americanos, y te contestas que más matanza será en África. Confiesas estar preocupado por pillarlo y, el otro rivaliza a ver quién está más preocupado que él. Te quejas de tener un familiar cercano enfermo, pero es que el otro lo tiene muerto. Y así, vamos formando la cadena de la depresión. No sólo tu pequeño mundo personal se desmorona, se desmorona el mundo entero. Te lo dicen las noticias cuando hablan de los muertos en Francia, te lo dice tu amigo con esas ojeras que no consigue ocultar el brillo de la pantalla. Además, como buenos depresivos que nos estamos convirtiendo, el mundo no se cae, no se tropieza, ¡se desmorona! ¿Por qué? Por otra cualidad que tiene este virus emocional para sobrevivir: La impaciencia. Como ahora nos pica el culo, concluimos que nos picará siempre. Antes de todo esto, si una persona te decía que nunca volvería a disfrutar de la vida porque su madre había muerto, le decías que lo entendías, que es normal cuando se está dentro del túnel no ver la luz, pero que le podías asegurar, que saldría adelante. Cuando alguien te decía que le habían abandonado y que ya nunca nadie le querría, ni podría querer, le escuchabas y le abrazabas. Entendías sus recelos, sus miedos, su convencimiento de que todo se había acabado. Y lo comprendías, porque tú mismo habías estado otras veces en situaciones parecidas dónde habrías jurado por tu dios que jamás saldrías de semejante atolladero pero, uno, tres o seis meses después, casi milagrosamente, ibas poco a poco volviendo a sonreír. El problema es que ahora todos nos sentimos un poco abandonados a la vez. Da la sensación, que ni los que se esmeran en animarnos se lo acaban de creer del todo.
Tenemos otro síntoma típico de la depresión. La descalificación de las experiencias positivas. Esta es hasta divertida de lo sangrante que es. Estamos jodidos con la cuarentena, pasando como grupo una de las experiencias más difíciles de nuestra vida, soñando despiertos desde nuestras ventanas con salir a la calle y, cuando se va acercando este preciado momento de libertad, cada vez se escuchan más voces que nos alertan de que lo peor está por llegar. Conociendo nuestra ambición e inconformismo, madres de la depresión, veo que el día que empecemos a bajar la curva de muertos y contagiados, cuando nos digan que en una semana podremos salir a la calle, a las pocas horas de saltar de alegría, estaremos otra vez, de forma colectiva, como un ejército de 47 millones de almas oscuras, quejándonos y maldiciendo la crisis económica que se nos viene encima. Si nos recreamos en las derrotas, y no nos bañamos a manos abiertas en las victorias, perderemos no ésta, sino cualquier batalla. El Señor Covid nos está eclipsando, como si no hubiera otras batallas que librar. El que no libre adecuadamente bien esta batalla, ¿qué le hace pensar que sabrá enfrentarse a la vejez o a un cáncer?
Tenemos que saber que estamos deprimidos, sólo así podremos corregir los errores que estamos cometiendo. Tenemos que saber que los días soleados llegarán, de hecho están a la vuelta de la esquina. Salir a la calle, más allá de los fantasmas que puedan acecharnos, será un regalo que bien se merecerá una borrachera de felicidad. Tu economía se resentirá notablemente durante unos meses, pero en Mercadona venden medio litro de helado de limón riquísimo por pocos euros. También podrás comprarte un helado de vez en cuando en la heladería, o un vestidito para tus niños. Otro de los síntomas de la depresión es el extremismo. Que no puedas vivir exactamente igual que antes no tiene porqué llevarte a vivir completamente distinto. Igual en vez de ir dos veces al restaurante puedes ir una, o ir dos y pedir un entrante menos. Si hacemos las cosas bien, seguro que pronto volvemos a una vida muy parecida a la de antes. Y algunas de las cosas que se hayan quedado por el camino, igual hasta es bueno deshacerse de ellas.
Se acabó la cuarentena, todos contentos disfrutando de la cercanía de nuestros seres queridos. Ya está, ¿no? ¡¡¡¡Nooooo!!!! Porque estamos deprimidos, y no hay nada que quede fuera de su mirada oscura. La decadencia se ha convertido en una obsesión, tu mirada todo lo corroe. Tu mente, sibilinamente, agranda lo malo y empequeñece lo bueno. Cuando estés en un banco tomando el sol, feliz, tu bicho emocional te dirá: “¡Cuidado! En otoño vuelve El Señor Covid y todo se volverá a desmoronar. No te gastes el dinero en ese helado, haz la compra para los próximos seis meses. Despídete de tus padres, que si no los ha matado la primera oleada, lo hará la segunda, y de tus negocios, si es que habían empezado a remontar”. En definitiva, no le cojas el gusto a esto de la felicidad que en unos meses te van a dar otra vez la hostia. Como si la felicidad fuese una debilidad, en vez de verlo como lo que es, un mecanismo de protección que fortalece el sistema inmunitario físico y psicológico. La siguiente oleada nos pillará más fuertes, con médicos más descansados, con almacenes más llenos de material, con humanos más hábiles y adaptados a una pandemia. La siguiente oleada los científicos sabrán decirnos qué medidas tomar aún con más acierto. Las tomaremos y venceremos. Este puto bicho no puede acabar con nosotros, pero el otro bicho, el de la depresión, sí. Sin descuidar contagiarnos del coronavirus, ocúpate de no contagiarte ni alimentar tu depresión. Y, si eres tan responsable de no querer contraer el coronavirus para no joder la vida a la población de riesgo, cuídate de no contagiar a tu entorno con tu ánimo depresivo. No se trata de no permitirse días malos, ¡claro! Se trata de cortar la cadena de contagio. Tienes que tomar una decisión. Quieres ser un eslabón que forme parte de la cadena del problema o de la solución. Si quieres ser del segundo grupo, al igual que con el Covid-19, ¿sabes cuál es la mejor manera de no contagiar este virus emocional? No padeciéndolo tú. Ocúpate de tu depresión y, sin darte cuenta, estarás ayudando al mundo con la suya.
Nadie de nuestro entorno ha pasado por esto antes, y por tanto nadie puede consolarnos diciendo: “Yo estuve allí. Creí que nunca saldría, pero salí”. Esta situación es tan difícil psicológicamente porque no hay modelado. Siendo cierto, olvidamos que el que ha aprendido a montar en monopatín, sabrá hacerlo en patines. Habrá algunas peculiaridades, pero la esencia del aprendizaje es la misma. Recuerda alguna situación pasada especialmente complicada. Me temo que la encontrarás. Recuerda esos días interminables que sentías jamás acabarían. Hasta que acabaron. Esto pasará. Tienes que estar convencido. Hay infinidad de hechos empíricos, no dulces palabras de unos padres para consolar a su hijo, que demuestran a lo largo de la historia la capacidad de superación y adaptación del ser humano. No te infravalores. No seas impaciente. No seas extremista. No aplastes las buenas noticias y eleves los contratiempos. No reniegues de tu tristeza ni te bañes en ella. Con la persona y el momento adecuado, puntualmente, no dejes de expresar tus miedos, déjalos salir para que no crezcan en la oscuridad de tu interior. Cortemos entre todos esta pandemia depresiva que nos está azotando y, cuando nos queramos dar cuenta, la tormenta habrá pasado.
Y por favor, cuidado con los más pequeños. Los niños no van a decirte que les gustaría expresar sus miedos y su tristeza, los niños, pasadas las primeras semanas, dónde la novedad les ha mantenido entretenidos, van a comenzar a mostrar síntomas de fatiga emocional.
Los niños son magníficos antídotos para la depresión de los adultos, pero a diferencia del Señor Covid, La Señora depresión les hace toser como a los adultos, aunque les oigamos menos. Que sean capaces de saltar por los sofás con 40 grados de fiebre no quiere decir que no estén malos, que sigan con sus vidas sin apenas protestar, no quiere decir que no les merodeen sus propios fantasmas emocionales durante la cuarentena.
Los vecinos se habían sacado las sillas a la terraza como si estuvieran en el cine de verano, aunque en algunos jardines de Madrid había nieve y en todos charcos. En verdad no les interesaba mucho lo que el padre de Clara les decía, pero agradecían romper la rutina. Unos comían pipas, otras cuando se aburrían sacaban sus satisfyer, se oía algún ronquido, algún tímido aplauso nacía sin encontrar resonancia en el resto de vecinos, y así, fue transcurriendo el discurso…
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Reverso.