Esta moral completa la de pladur que comentábamos la semana anterior. Para entenderla vamos a basarnos en las tres maneras que podemos proceder ante una misma situación. Te has levantado pronto para coger un avión. En el desayuno acabas con la botella de leche, así que decides tirarla cuando bajes a coger el taxi. Ya en la calle, justo de hora, cuando se va a coger un avión o tienes mucha flema o siempre el gusanillo de la impaciencia corretea por las tripas, decides tirar el cuerpo sin vida de la botella en el cubo amarillo de los plásticos. Veamos a partir de aquí las distintas morales posibles:
a) Cuando estás a la altura de los cubos, y aprovechando que este tiene la
tapa abierta, lanzas la botella a su nada desdeñable agujero. Rebota en el borde y cae escandalosamente al suelo. Dado el tamaño del aro tienes que justificar tu torpeza en que aún tienes legañas en los ojos para no empezar el día gastando el depósito de dignidad que tienes para hacerle frente. Entre que vas con maleta, tienes prisa, y que lo más importante ya lo has hecho, tener la sana y honorable intención de reciclar, no te agachas a recoger la botella. Esta es la moral de pladur.
b) Cuando llegas a la altura de los cubos descubres que el amarillo está
lleno. Llenito a rebosar. Levantas la vista y ves uno en frente. No sólo no cruzas la calle por no perder medio minuto, que cuando el gusano de los nervios corretea por el estómago hasta los segundos agobian, es que consideras que no es culpa tuya que los demás hagan las cosas mal. Tu pagas tus impuestos y la comunidad de vecinos. Una pasta. ¿Por qué demonios tendrías que resarcir las incompetencias de otros? Debería haber más cubos amarillos, es lo justo, y si no los hay, son otros lo que lo están haciendo mal. Esta sería la moral de mínimos. Una moral que se apoya en una verdad, pero que usamos para justificar una pobre implicación por nuestra parte. Algo así como si tú no lo haces, que es el que debe hacerlo, por qué iba a hacerlo yo. También podríamos llamarla moral parvulitos. Dicho esto esta moral tiene una base racional y comprensible, pero creo que cruzar la calle te hará sentir mejor que tirar la botella en el cubo naranja. Si actúas bajo la moral de mínimos nunca irás a la cárcel, porque la ley te dará la razón, pero uno se quedará con sensación, no de estar haciendo trampas, pero sí desperdiciando la magnífica oportunidad de actuar de una forma que le haría dormir a pierna suelta esa noche.
c) Después de encontrarte el cubo amarillo lleno, cruzas la acera para
echarlo en el de en frente. Sorpresa, también está lleno. Ves al final de la calle otros cubos colocados como bolos arrogantes. Llegar allí ya no te llevará medio minuto. Aún así, después de mirar el reloj con intranquilidad, coges tu maleta en una mano y el cuerpo sin vida de tu botella de leche Asturiana en la otra, y decides emprender la travesía para dar al envase el entierro funerario que se merece. Horror, también está lleno. Ya no hay cubos a la vista, lo que te llevaría a buscarlos en otra calle. El tráfico es impredecible, como las colas de facturación y control de los aeropuertos, y uno nunca sabe si está saliendo con demasiado tiempo, pero objetivamente, vas justo; muy justo de hecho. Es un avión muy especial. Ese aparato, con forma de botella de leche pero con pretensiones de dios al que le han salido alas, tiene por misión llevarte a tus merecidas vacaciones de verano. Has de coger un taxi ya. La botella de plástico debe acabar en la fosa común de las compresas y los huesos de chuleta gallega. Cuando vas a tirar la botella, te dices: “un intento más, sólo un intento”. Y sales a toda prisa en busca de un cubo de basura amarillo. Esta, es la moral de acero. Una moral inflexible, bien intencionada sí, pero que destruye a su dueño. Lo gracioso, es que si después de esforzarte por hacer las cosas bien tiras la botella dónde no es, te vas con sentimiento de fracaso. Cabreado con todo y todos. Estás en el taxi camino del aeropuerto y en vez de estar contento, vas renegando de los poderes encargados de hacer buen uso del dinero público, y protestando de no haberlo intentado un pelín más, sólo un pelín. No te durará mucho el mal sabor de boca, quizás lo que tardes en coger la A-2, pero es que mucho es todo aquello que te haga sentir mal cuando te corresponde estar satisfecho de tu compromiso. No ha sido la tuya una moral de pladur ni de mínimos, todo lo contrario, pero a veces se pierde. Ya está. También hay que aprender a parar. La moral de acero no está de acuerdo conmigo. Para ella no sólo se puede hacer más, es que siempre, se debe, hacer más. Nunca tiene suficiente. Puta insaciable. Quién la padece, no conoce el descanso del guerrero, porque en el caso de que consiga finalmente tirar el plástico en su sitio, no tardará en tener otro reto para hacer del mundo el lugar que debe ser. La moral de acero tiene más contraindicaciones. Como tú estás dispuesto a perder un avión por reciclar, cuando al tercer intento tu acompañante te dice al de tirar la botellita dónde sea, le miras con cara de asesino. El acero no sólo te vuelve inflexible para contigo, te hace sumamente rígido para con los demás. Estar cerca de ti se convierte en un coñazo, una clase permanente de ética con consecuencias del Antiguo Testamento. La moral de acero es una moral basada en el resultado, en la excelencia, y como todo, siempre, se puede hacer mejor, no hay paz en quienes la llevan sobre sus hombros, ni en los que le llegue la sombra de la espalda de su portador.
La moral de acero surge de una persona que me contaba que estaba formando parte del jurado de las oposiciones de magisterio. Tienen que estar jornadas de diez horas diarias corrigiendo exámenes. Se lamentaba, comida por la culpa, que no podía corregir por igual a todos los aspirantes durante tantas horas, con unos mínimos criterios de objetivad, pero el sistema era el que era y a quién le correspondiese no estaba dispuesto a poner más profesores. Algo así como las guardias de 24 horas que se comen los médicos de urgencias. Ella hacía todo lo posible por ser justa, aceptaba más revisiones de alumnos que el resto de sus compañeros examinadores, en definitiva, era de las que se recorrían las calles buscando el cubo amarillo a costa de su estrés y perder su avión, pero lejos de sentirse satisfecha por su sobreesfuerzo, se martirizaba por los daños colaterales derivados de sus abrumadoras jornadas de corrección. Y estos daños colaterales no son una forma de hablar, estaba convencida que había opositores que iban a recibir una nota injusta.
No puedes tú solito y solita hacer del mundo un lugar justo, palabra que por otro lado me genera mucha confusión. Pon mucho de tu parte y vete a descansar feliz de tu contribución. Honestamente, me parece muy difícil irte a casa a ver la tele cuando tu jornada laboral ha acabado y los niños de África se siguen muriendo de hambre, pero si no te cuidas, tu moral de acero te aplastará. Sería una pena que este mundo pierda a personas como tú, un ejército imperfecto que abandona compatriotas por el camino, pero que salva a muchos más que el resto de los soldados. Nunca llegaremos a eso que llamamos un mundo mejor, porque ese adjetivo es un niño tonto imposible de satisfacer, pero gracias a ti nos acercaremos mucho.
El rumor del olvido.