Hay unas épocas al año dónde tradicionalmente mis pasos me llevan al borde del acantilado. Es bueno recordar de vez en cuando mirando el precipicio que la estabilidad en tierra firme es más ficticia de lo que parece. Al igual que a la vuelta de las vacaciones uno se pregunta: “Yo sabía desenvolverme con esta vida que dejé a medias antes del verano, ¿verdad? Sí, claro, sólo tengo que volver a caminar unos cuantos kilómetros con estos zapatos y volveré a sentirlos míos, ¿verdad?”, por Febrero suelo acercarme de nuevo al acantilado con preguntas del tipo “Qué hago” y “Dónde voy”. Este año, para amortiguar la sensación de caída, me pedí a los Reyes Magos el título de patrón de embarcaciones de recreo, PER. Cumplió su función. No hay nada como tener objetivos en la vida.
Este verano he tenido ocasión de estrenarme como patrón alquilando un barco. Cualquier crío que haya cogido dos patinetes en la playa sabe manejarse mejor en el mar que yo. Nunca en mis cuarenta y dos años había estado en una embarcación de recreo, partía de cero. 0,1 si tomamos el fin de semana de las prácticas. No tenía ni idea, lo esperable de cualquier novato. A continuación te relato mi primera incursión marina:
Nada más salir del puerto paro porque la aguja del depósito de gasolina marca vacío. En el mar no se puede estar quitecito esperando. Te mueves. La escena desde el puerto como después me contaron era la de unos cuantos operarios gritando como locos: “¡Cuidado! ¡Que se va contra las rocas! ¡Que alguien les avise!”. Mientras en tierra se vivían momentos de tensión, ajeno a todo eso a mí me dio por dar la vuelta y fue entonces cuando comprobé para mi terror lo cerca que estábamos de las piedras.
Ya navegando, en un momento dado una de las personas que iba sentada delante tapando mi visión me preguntó algo inquieta: “¿Has visto esa barca con el pescador?”. La barquita en cuestión estaba a pocos metros, íbamos en dirección hacia ella, y por supuesto no la había visto.
Fondear fue otro asunto que nos dio trabajo, afanado en no embestir a los otros barcos y en no garrear contra las rocas. Garrear es cuando el ancla no afianza bien en el fondo por la corriente o el viento y el barco se desplaza. Lo único que he aprendido con el título de patrón es a decir un puñado de palabras para fardar.
Otra vez navegando, tuve ciertos problemas con la sonda. Le dije a mi cuñado que le echase un vistazo. Justo cuando volvió a dar datos nos mostró que acabábamos de pasar por una zona, digamos, de muy poca profundidad.
llegó el temido momento de atracar. Había que hacerlo de popa, vamos de culo. La verdad, lo hice de maravilla, la mejor de las veinte veces que después tuve que hacerlo. El problema, es que no di ninguna instrucción a mis grumetes. Cuando el barco se quedó tan mono pegadito a su pantalán, como no les dije que se bajaran para amarrarlo, la afilada proa de mi barco empieza a ir en dirección a un yate de mil billones de euros que teníamos al lado. Mi suegro se lleva las manos a la cabeza, se escuchan algunas exclamaciones femeninas, los críos alucinados, mientras yo contemplo ojiplático el inevitable choque. Tampoco les dije que otra conducta típica atracando es alargar las manos para proteger los cascos de otras embarcaciones, bastante tenía con colocar el barquito en su sitio. El caso es que mi querida proa empieza a rayar el costado del yate de mil billones con un inconfundible ruido de huevos rotos. No fue gran cosa, el típico toque aparcando el coche que descascarilla la pintura. Quizás un pelín más.
¿Por qué te cuento esta historia? Porque probablemente lo que pasó ese día, nos dará a todos los que la vivimos para hablar de ello todos los veranos. Quizás la historia me trascienda, y mis hijos cuenten a sus hijos como el paquete de su abuelo casi acaba con la familia. ¿Qué habría sucedido si hubiese sido un patrón experimentado? Pues que habríamos tenido un agradable día de navegación. Un día bonito, que difícilmente habría burlado el paso del tiempo llegando a los calamares del siguiente verano. Y entonces, me pregunto. ¿Por qué buscamos tanto la perfección? La perfección es aburrida. Son los contratiempos los que dan ese color único a cada experiencia, en ellos reside la autenticidad de la vida.
El rumor del olvido.