Cuarentena. Capítulo 9

23-03-2020

     —Buenos días.
    —Hola —Clara mostraba unas generosas bolsas bajo sus ojos. No había sido la mejor de sus noches.
    —¿Que tal estas?
    —Triste.
    —No te ancles en esa emoción, pero tampoco huyas de ella.
    —No podría.
    —Claro que podrías. Sólo tienes que pasarte el día mirando tu teléfono, verte siete capítulos de una serie, hablar tres horas conmigo, trabajar doce horas, tomarte un par de vinos o darte un viajecito de MDMA, en fin, si algo tiene esta sociedad, es un extenso catálogo de ruidos para silenciar la tristeza. Tampoco me seas tan cazurra de sólo escucharla a ella.
    —El otro día me dio la sensación de que huías de algo.
    —No sé de qué me hablas.
    —Con Lucas, el vecino vestido de dinosaurio.
    —Qué pasa con ese idiota.
    —Eso mismo. ¿Por qué te cae tan mal? Sólo bajó a tirar la basura. Que se retrasase dos minutos hablando conmigo mientras lo hacía, no justifica el enfado que te cogiste. Algo no me cuadra.
    —Deja de montarte castillos en el aire, niña.
    —Deja de ponerme tú los andamios.
    —No puede caerme bien todo el mundo.
    —No es eso.
    —Ya lo dices tú todo.
    Clara rememoraba la situación buscando algo que le llamase la atención.
    —Creo que sé lo que te molestó.
    —Sorpréndeme.
    —Cuando nos acusó de cobardes. Vino a mofarse de aquellos que lavan la compra con legía cuando llegan a casa.
    —Que se ría, que se ría. Veremos a ver quien ríe el último.
    —¿Entonces cualquier medida, por obsesiva que sea, está justificada? ¿Todo vale con tal de no contagiar ni contagiarse, de no morir?
    —Sí. El fin justifica los medios.
    —Y cuando salgamos de esta, que saldremos, qué factura psicológica nos pasará todo esto.
    —Lo importante es estar vivo, luego ya se verá.
    —¿Estar vivo? ¿Es que el gobierno ha dicho que si no lavas los envases de macarrones eres negligente, como el que conduce a doscientos por horas puesto de perico?
    —Déjame en paz chiquilla.
    —Mateo, ya son muchos días, te conozco. Otros pensarán así, se aman tanto que su supervivencia es su prioridad absoluta, lograrla justifica cualquier medida, cualquiera, y no miran más allá, pero tú, no.
    —Hace tres días… —Mateo tuvo que tragar saliva. En verdad tragó la emoción, que no quería que saliese por su boca delatándole—, hace tres días vi un hombre de unos ochenta y pico años andando por la calle. Llevaba boina y garrota. Un hombre de pueblo, de los de toda la vida. Iba sin guantes ni mascarilla. El hombre caminaba despacio, no por este virus, sino porque nunca tuvo prisa sabiendo lo que a todos nos espera al otro lado de la esquina. Seguramente abriría el pomo de la puerta con la manga y no tocase nada más. Volvía a su casa con una barra de pan. La habría comprado en la panadería de aquí al lado. Ya sabes, va poca gente y respetan escrupulosamente la distancia. Probablemente este anciano no se cruzaría con nadie en su andanza de cinco minutos yendo a l apanadería. En ese momento, empezaron a gritarle desde los balcones. Alguno incluso le insultó: “¡Pero usted está tonto! ¡Váyase a su casa por dios!”.Otro: “¡No se ha enterado que estamos en cuarentena! ¡Súbase, es población de riesgo!”. Puedo imaginarme lo que les habría respondido. Se limitó a seguir su camino. A punto estuve de unirme a los gritos, ¿a qué imbécil se le ocurre estar en la calle con esa edad?, cuando mi propia vergüenza me voceó.
    —¿Qué te dijo?
    Mateo vaciló un momento.
    —Chiquilla, temo morir. Mis abuelos se reirían de mí, los tres mil millones de personas que pasan hambre se reirían de mí, cualquier humano, cualquiera, de antes del año 1950, se reiría de mí hasta el infarto de que a mis ochenta años tenga pavor a la muerte. Este es el reverso de nuestra sociedad privilegiada, no somos más agradecidos, somos más miedosos. No valoramos los años robados a la noche, nos enrabietamos porque no nos den un año más de luz.
    —Nuca tenemos suficiente.
    —No Clara, nunca tenemos suficiente. Está en nuestra naturaleza. Cuánto más, más queremos. Cuánto mejor, mejor queremos que sea. Cuánto más fácil, más difícil se nos hace el menor contratiempo. ¿Sabes una cosa que probablemente a tu edad desconozcas?
    —El qué.
    —Con diecisiete años consideras que sería una canallada morir tan joven. Cincuenta años te seguirá pareciendo pronto, pero pensarás que esa gente ya tiene hijos, dinero, ha viajado por el mundo, han sido libres, en fin, morir a esa edad sería una pena, no una desgracia. Pero con suerte, esa expresión es gracias Al Señor, antes de este virus llegar a los cincuenta se presuponía, cumplirás cincuenta años y, entonces, te parecerá una auténtica putada morirte a esa edad. Relegarás a los setenta estrechar la mano a la muerte. Aceptas que a los setenta, hoy en día, en España, se sigue estando a pie de lanza en la vida. Se viaja, se come bien, te arreglas, puedes trabajar, pero desde luego, no eres ningún crío. No tendría sentido afirmar que la vida es injusta por llevarse a alguien de esa edad. Hasta que eres tú el que llegas a los setenta. Sabes Clara, la enemistad con la muerte no la marca la edad, sino la felicidad y la salud. Siempre viene bien morirse cuando llevas mucho tiempo sufriendo, nunca te parece ser el momento adecuado cuando ríes, bailas y comes a nos abiertas. No hay un sitio ni una edad dónde poder esconderse del silencio del abismo. Da igual tener 25 que 85 años, mientras haya salud. No puedes creerme, lo entiendo. Ojalá llegues a mi edad y puedas comprobarlo por tí misma. Llegado el momento todo se desvanece. No hay un “llevo poco” o “llevo mucho” vivido. No hay un “esto es justo” o “esto no es justo”. El presente te atrapa y descubres, que todo sucede ahora, hoy. Hoy naces y, hoy mueres. Inventamos los días pera despistar el ahora, los calendarios fraccionan una materia indivisible: el tiempo. Temo la noche sin fin chiquilla, es absurdo negarlo.
    —Mateo, no sé qué decir.
    —No es mal comienzo.
    —¿No saber qué decir?
    —Date tiempo. La gente tiende a precipitarse en sus respuestas.
    —Algún día sabré que responderte y, cuando lo sepa, te buscaré.
    —Serás buena psicóloga.
    A Clara le gustó oír eso. Incluso se sonrojó.
    —Gracias niña.
    —¿Por?
    —Por escucharme.
    —No he hecho nada.
    —Nada es hacer todo lo que sobra, todo, es hacer justo lo que hace falta. No buscaba en ti encontrar respuestas que sólo puedo hallar en mí. Me has servido para ponerlo fuera, sentirme acompañado. Mostrar públicamente tus miedos es bastante liberador. Eso sí, hay que dar con la persona adecuada.
    —Mateo, ¿por qué hablas siempre tan poco si tienes tanto que decir?
    —Precisamente por eso, hay tanto que no sé por dónde empezar. Los viejos no callamos por carencia de experiencias o falta de información, sino por exceso de criterio. Sabemos tanto de la vida que nos sentimos desbordados.
    —¿Tan listos sois?
    —Conceptualmente sí, luego la cagamos como todo el mundo.
    En ese momento un ruido como de tanque recorrió la calle hasta llegar a sus balcones.
    —¿Que es eso? —se inquietó Clara.
    —Suena como un tanque.
    El ruido se fue haciendo más estridente hasta que por la esquina de la calle Pez Austral, apareció un tanque. Dentro de él iba Lucia con una barra de pan. Había estado en el supermercado. Una vez desembarcada, cinco mercenarios rusos la rodeaban para que ningún otro cliente se saltase el radio de tres metros que ella se había impuesto como la distancia de seguridad. Llevaba puesto un traje espacial. Ya sabemos dónde lo había comprado. Llegando al portal, un coche de policía les intercepta. Lucía cuelga del cañón en una jaula como las que usan en Sudáfrica para ver tiburones blancos. Lo Rusos han pasado muchas vacaciones en Marbella y chapurrean el castellano. Apártense o abriremos fuego. Tres. Dos. La pareja de policías salen por patas. Uno. ¡Zumba! Un proyectil salió con toda la mala leche de la que fue capaz e hizo saltar por los aires el coche patrulla en una enorme bola de llamas. La jaula se abrió por arriba y dos drones engancharon a Lucía por el traje de astronauta depositándola en el portal. Antes, un mercenario había dinamitado la puerta. Otros mercenarios iban rociando el suelo de desinfectante al paso de Lucia. Se deshizo del traje en el rellano de su piso y se metió de un salto sin pisar el felpudo de la entrada. Ya en la terraza, se dirigió a gritos a sus vecinos del cuarto.
    —¡Ya estoy en casa chicos!
    —¿Dónde has ido? —preguntó Clara.
    —¡A comprar el pan!
    —¡Te lo podía haber comprado yo! —se gritaban para escucharse por encima de las sirenas de bomberos y policías.
    —Gracias clara, pero es que quería demostrarme que podía hacerlo sola. No es tan malo ir a la compra como había oído.
    —¿Cómo has conseguido un tanque? —quiso saber Mateo. Que se alegraba de seguir vivo solo por ver lo visto. Lucía se dispuso a explicárselo a ellos y, a todo el que tuviera a bien escuchar, entre esos cientos de vecinos sin nada particularmente que hacer desde hacía una semana.
    Lucía descubrió recientemente, que a través de las aplicaciones de citas se podían conseguir muchas cosas. Muchas si enseñabas una teta, el mundo si mostrabas las dos. En una de estas dio con un mercenario ruso. No podía creerse su suerte. Lucia es tímida y miedosa, pero internet le da seguridad. No es capaz de hablar con un chico en la parada del autobús, pero a través de una pantalla se convierte en una loba hambrienta de sexo. Una de sus experiencias preferidas es ser violada por el ordenador. El que está al otro lado hace de ordenador, le habla como las computadoras de los 80, no como estos cacharros modernos de suaves voces aterciopeladas, que pretenden hacernos olvidar que son máquinas como los dueños engañan a los perros para llevarlos al veterinario. Si no quieres que una especie se dé cuenta que está siendo conquistada, hazte pasar por uno de ellos. Sigamos. El ordenador, en su fantasía erótica, ha encontrado la forma de entrar en los cerebros humanos y domina su voluntad. La obliga a desnudarse. Ella se resiste, pero no puede dejar de quitarse la ropa. “A-ho-ra quí-ta-te las bra-gas, zo-rra hu-ma-na”. Lucia empieza a bajárselas y justo cuando asoma el borde del vello púbico y los pliegues de la ingle, para. “¡Des-nu-da-te! “¡No!”, se revuelve ella. “O-be-de-ce. Es-tu-pi-da hu-ma-na”. “¡No!” —grita empoderada. “Idiota, no ves que sólo eres una triste y fría máquina! Esto es un juego, mi juego; nunca has tenido poder sobre mí”. Entonces, el ordenador empieza a cortocircuetarse, la pantalla tiembla y, a cada gesto de sufrimiento, Lucia se estremece. Con frenesí humano, frota sus dedos sobre unas bragas rositas cuya tela es más fina que los guantes que se compran los cutres para protegerse del coronavirus y, justo cuando el ordenador explota, ella se entrega a sus alaridos de loba bajo una luna llena que hace cagarse de miedo a las computadoras de todo el mundo. Bajo la promesa de ser testigo de esta fantasía, es como el ruso le trajo un tanque, una jaula y cinco mercenarios del servicio secreto. Y el Kremlin habría puesto a sus pies si Lucía lo hubiera pedido.
 

APORTACIONES:

MARÍA BARTOLOMÉ: «A ver si aparece Lucía otro día, que es muy graciosa. Que cuente su experiencia en el supermercado».

Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
 

Reverso.