Ha sido un fin de semana de desgracias y apocalipsis en la castigada geografía española. Pobrecita ella. A su desventura de los últimos tiempos, ha habido que sumarle la canallada de unas temperaturas tan extremas que el diablo, cómodo entre los humanos, ha tenido que mudarse al sol para encontrar ese frescor que hasta los pecadores más acérrimos necesitan para su ánimo.
Sí, el lunes, en el sur del litoral valenciano, se alcanzaron máximas de 39 grados. Y el domingo, en Madrid, de 41. Nos centraremos en la diestra del mapa para darle el protagonismo que la cancelación de las Fallas le privó.
La verdad, es que 39 grados en la costa, puede provocar que las tiras de los minúsculos bikinis salgan pulverizadas y las venas de los mazados revienten. Dicho esto, de toda la vida, en España, en temporada de cazón y paella con vistas al mar, paseito por la montaña, abundancia bípeda en pueblos mudos durante el año y, capitales desiertas, ha habido días, que ha hecho un calor de cojones. Pero ahora, a esto, se le llama: “Alerta de riesgo extremo por calor”. El símbolo es un triángulo rojo con una exclamación dentro, para agudizar la inquina de la mala suerte cebándose sobre nuestro penoso peregrinar vital.
Hace 70 años, sin móviles ni televisores, uno se levantaba quejándose de la mala noche, auguraba un día de calor, y se entregaba a sus faenas sin más. Ahora te vienen avisando desde la semana anterior, invariablemente, día tras día, de los macabros planes de la psicópata naturaleza; y luego está ese aparatejo que no dejas de mirar compulsivamente para corroborar que va a hacer un calor de narices. Y tanto en la pantalla de sofá como en la que no sueltas ni al cagar, el tremendismo: “Máximo nivel de alerta por temperaturas extremas”. Como era de esperar, una sociedad que otorga el título de grave con tanta ligereza, se siente asediada por infinitos y enormes peligros cada vez que se cierne sobre ella la oscuridad de la noche.
De los muchos motivos para no dejarse llevar por los superlativos, me quedo con tres. Para no infravalorarnos, para no instalarnos en la ansiedad anticipatoria de una onírica existencia apocalíptica, y por respeto a los que si sufren condiciones extremas.
Pero no, amigos, las cosas ya no funcionan como antes: “Bienvenidos a la era de los titulares dopados. Pasen, acomódense, y sufran con el espectáculo”.
Si en Lisboa se decreta el estado de calamidad por una pandemia, en España, que vemos como en poco más de un lustro los lusos nos están adelantando por la derecha, inventamos el riesgo extremo por calor; no vayan a creerse nuestros vecinos que van a ganarnos en desgracias a los penaltis como hicieron nuestros mediterráneos amantes italianos.
En previsión de que el caos puede joderte a base de bien, hemos tenido a bien inventar tres escalas de puteo que van del amarillo al rojo pasando por el naranja. Este fin de semana, con 41 grados en Madrid, hemos alcanzado el nivel máximo; el vaticinio de la destrucción más absoluta; el fin de los fines. Suerte que en España, país siempre entretenido en depreciarse a sí mismo, a nadie le ha quedado fuelle para poner en la mesa del presidente un botoncito rojo como el que tienen otros países que andan todo el puto día despreciando a los demás, porque si no, ya estarían volando los misiles nucleares cargados hasta las cejas de mala leche contra algún vecino extracomunitario al que culparíamos de esta devastadora ola de calor (los océanos nos van a pedir derechos de autor de tanta ola que estamos usando). Porque hay una ley indiscutible en la geopolítica de los países, formen parte o no estos de la OTAN: si los planes no son como habías previsto, es porque hay un enemigo que te está jodiendo. Lo de ha salido el día gris y te jodes sin más, no se lo enseñaron en la escuela.
Este sistema de declarar alerta extrema por calor, en verano, en un país que das un salto de cojo al charco y caes en el desierto del Sáhara, ha encontrado rápidamente envidiosos en el resto de la sociedad. Así, ahora no hay personas violentas que matan a sus mujeres, sino que la sociedad está en riesgo extremo por la descomunal violencia del hombre. Ahora, si un día un compañero de clase te da una colleja, y reitero una, no eres un alumno que se acaba de cortar el pelo y le vacila su colega, eres víctima de la arrogante crueldad de la juventud. Si un niño se cae con la bicicleta y se mata, no es una desgracia, es una tendencia; y si un yihadista degüella a unos transeúntes, la vida en occidente tal como la conocías está en jaque mate. Por supuesto, los medios de comunicación ahogados en el semen literario de tanto masturbarse con sus propios titulares, no se lo inventan: desgraciadamente mueren muchas mujeres y muchos chavales sufren abusos (bullying lo llaman: lo dicen en inglés para dar más empaque al suceso, que el castellano parece no dar la talla). También es cierto que el calor mató a un madrileño el domingo. Pero esa verdad no resta valor a otra: hasta la orquesta de Viena desafina a veces, y no por ello dudamos de su maravillosa música.
Al vivir saboteados por hordas de titulares, la sensación que tenemos todos es que la desgracia merodea al acecho de que cometamos el menor descuido para darnos la dentellada. Es curioso como vivimos mejor que en los últimos 5000 años, y tenemos la sensación de estar asediados por riesgos más extremos que nunca. ¿Qué hemos dejado a los que vivieron la Guerra Civil o han enterrado a su hijo por leucemia? Riesgo extremo, no, porque esa vacante ya la ha cogido el astro disparando el consumo de agua y de la energía que necesitan nuestros aparatos de aire acondicionado. Los españoles del siglo XXI, aplastados por riesgos tan extremos, ¡debemos dar tanta pena a los extraterrestres!
No solo tiene un impacto emocional dejarnos arrastrar por el ronroneo de los titulares superlativos, las consecuencias van más allá. Por ejemplo, como tildaron de riesgo extremo que muriese un 0,0004 de la población que fue vacunada con Astrazeneca, suspendieron su aplicación a los menores de 60 años para cedérsela a los críos de entre 60 y 69 años. Esta decisión, apoyada en los titulares, ha llevado que ahora, en plena escalada ciclópea de contagios, haya un millón y medio de compañeros solo con una pauta, mientras que las personas sanotas de 40 años tienen administradas Pfizer, que requiere siete semanas menos para alcanzar la inmunidad completa. Paródico, y triste, pero cierto. Es que usar mal el lenguaje tiene esas cosas: que te jode la vida más que las pandemias.
El maestro de este miércoles es el “calor”. Un calor desagradable que nos hará “sudar”, pero nada nos hará más pequeños que engrandecer las dificultades con titulares extremos. Un lenguaje superlativo puede derretir más que las propias desgracias a las que se refiere.
R.R.R.

Si no queremos convertirnos en una sociedad de pandereta, no podemos tildar de riesgo extremo una situación que puede solventarse con agua y un abanico.
Opción A: “¡Cuidado! Alerta máxima por calor extremo”.
Opción B: “Ozú, que caló que hace hoy mi alma”.
¿Con que opción te quedas? Piénsalo bien, estás eligiendo cómo quieres vivir tu vida.