El brazo

Cuando alguien nos da clases de astrofísica, nos es fácil reconocer un maestro en la materia. Los maestros más difíciles de localizar, son aquellos cuyas lecciones son tan sinuosas que se nos pasan desapercibidas.

Te sorprenderá la maestra que he escogido para este miércoles. Desde una mirada superficial, creerás que empiezo a conceder el título de maestro al primero con el que me cruzo. No podrías estar más equivocado.

Detengo mi moto al llegar a un paso de cebra. Por la calle paralela viene una señora de unos setenta años. ¿Un español, y motero, parando en un paso de cebra ante un peatón alejado? No sé, supongo que ese día estaría enfermo. Sea como fuere, como si una brisa del Cabo de Gata hubiese resbalado por mi alma hasta templar mis prisas, la dejé pasar con la calma del que contempla apaciblemente el suave migrar de las aves. Esta gran maestra hizo dos cosas a cuál más extravagante. No solo me dio las gracias por esperar a que pasase, sino qué en un arrebato de embriaguez, sacó la mano del bolsillo para que su mensaje me llegase intacto.

¿Qué tiene este comportamiento para ser tomado por especial? Lo primero, habrá muchas personas que consideren que no hay porqué dar las gracias por hacer lo que se debe de hacer. Saltarse el deber ha de castigarse, pero bajo ningún concepto premiarse su cumplimiento. Esta mujer no está de acuerdo. Si alguien se detiene para dejarla pasar, sea o no su deber, sea o no lo correcto, lo agradece. Lo agradece porque es agradecida, pero también porque es lista. Las personas somos como los perros. Si quieres que un comportamiento se repita, dale una caricia. Esta mujer quiere un mundo donde la gente se ayude, y sabe, qué al dar las gracias, aumenta la probabilidad de que quién las recibe, vuelva a parar en el siguiente paso de cebra. 

Pero donde esta mujer se gana a pulso el título de maestra, es al tomarse las molestias de sacar su mano del bolsillo para afianzar el agradecimiento. Ya, suena exagerado. Lo triste, y a la postre, peligroso, es que no lo es. Compruébalo tu mismo. Lo más que encontrarás, es gente que levanta el mentón para dar las gracias. Cuando entras a un restaurante, ya casi nadie desea buen provecho a las mesas colindantes. ¿Porqué? Por una especie de absurda timidez, pero sobre todo, por pereza. Malo era cuando hace 50 años te metían la lección en el cole a base de tortas o los fanáticos modales que imponían los padres a sus hijos, pero estamos cayendo en el polo opuesto. Todo vale, y como todo vale, casi nada hacemos, y si no hacemos, nuestra musculatura, nuestra voluntad, cae como todo aquello que no se entrena para que permanezca en pie. Nos estamos convirtiendo en humanos vagos, no en el trabajo, sino en algo mucho más importante: en descuidar aquello que nos define como humanos. Tiene más mi admiración esa señora que se sacó la mano del bolsillo para dar las gracias, que aquella ejecutiva que trabaja diez horas diarias pero le da pereza agacharse a coger la chaqueta del suelo de la comensal de la mesa de al lado. La pereza social es un puto cáncer, y como cualquier otro puto cáncer, nos va comiendo las tripas sin darnos cuenta.

R.R.R.

La lección de esta maestra no es que seamos agradecidos, que también, sino que cuando queramos serlo, no dejemos pasar la oportunidad por pereza. Salvo que queramos que nuestra voluntad se vaya pudriendo como esos pulmones necrosados y demoniacos que salen en las cajetillas de tabaco.