Día 7

Estoy sacando mucho partido a mi nueva movilidad. Ayer mismo estaba haciendo cola para pedir la nacionalidad española, cuando escuché la conversación telefónica del chico de atrás con quién parecía ser su novio. De mis trámites mejor no os hablo, porque el funcionario de turno me dijo que por muy español que fuera mi padre mi nacionalidad en todo caso era internacional. A mí me daba igual ser español que del mundo, mientras no fuese de una estantería. El funcionario se mostró muy comprensivo, pero me dijo que con todo lo que estaba pasando en Cataluña en estos momentos lo único que podía darme era un visado de «turista en tránsito sin raíces definidas”, y que volviese más adelante a ver si ya se habían aclarado las cosas.
Más allá de estas burocracias tan absurdas e incomprensibles, tuve una conversación con el joven de la fila de lo más enriquecedora. Cuando acabó de hablar por teléfono le pregunté sobre algunas cosas que había estado escuchando y que no comprendía, fue muy majo y no le importó ni mi curiosidad ni mi desacuerdo. Ésta vino siendo la conversación:

– Hola, perdona pero inevitablemente he escuchado tu conversación.
– ¿Inevitablemente? – dijo con suspicacia el joven.
– Sí, mi curiosidad es inevitable.
– Ya claro. ¿Y?
– Por lo que he entendido vives con tus padres, y le contabas a tu amigo que tu padre es insufrible.
– No sabes cuánto – aclaró el joven.
– ¿Podrías contarme por qué? – le interrogué.
– Porqué no. Tengo veinte siete años, y mi padre me trata como si tuviese seis. Es un pesado. Todos los días me repite lo mismo, todos. – ¿Has buscado trabajo hoy Pedro? ¿Seguro que estás haciendo todo lo que puedes Pedro? ¿No sería mejor que te levantases antes Pedro?… -. ¿Acaso se cree que yo no quiero trabajar, que no quiero irme de esta casa, que no me siento un idiota después de haber estado toda mi vida estudiando y ahora sentir que por muchos currículum que eche parecen no ser del interés de nadie? No le aguanto más. Me pone de los nervios.
– ¿Por qué no le aguantas más?
– Ya te lo he dicho, no me estás escuchando o qué. Es un pesado. Ayer mismo volvió a recordármelo. ¡Otra vez! No daba crédito.
– Es curioso, a mí me pasa lo mismo contigo, no doy crédito. Tú te sorprendes porque tu padre sea un pesado, pero en cambio yo me sorprendo contigo: si sabes que tu padre es un pesado, ¿cómo pudiste sorprenderte ayer cuando comprobaste una vez más que era un pesado?
– No sé si te entiendo, ¿le estás defendiendo?
– Yo no defiendo ni acuso a nadie, sólo describo. Si yo fuese a tu casa mañana y tu padre se pusiese muy pesado no me sorprendería, porque es lo esperable. ¿Cómo puede ser que te sorprendas por encontrar lo que sabes que vas a encontrar?
– Es un imbécil, tú es que no le conoces. Siempre con esa mirada, criticando todo, supervisando todo como si fueras idiota. Saca lo peor de mí -. Dijo el joven con más resignación que rabia.
– Bueno, no puede sacar nada que tú no tengas dentro. Entiendo que no debe ser fácil vivir con alguien así, pero si él es como dices, tu padre tiene un don que no le habrá pasado desapercibido a los americanos. Como tu padre tiene la capacidad de sacar de quicio seguro que la CIA le ha hecho una buena oferta económica para contar con sus servicios. Imagínate, infiltras a tu padre con su insufrible carácter entre los yihadistas y a los pocos días ya están todos desquiciados. Tu padre, si tuviese como dices la capacidad de desquiciar, sería un arma de destrucción masiva: lo podrías soltar en el agua y en un mes ha contaminado a las personas de un país entero. ¿Trabaja tu padre para la CIA?
– Ja ja – respondió con sarcasmo el joven-, no, no trabaja para ellos.
– No me cabe ninguna duda de que tu padre, con su carácter, te ayuda a perder los nervios, seguro, pero también estoy convencido que si tu padre tuviese cien hijos, encontraríamos desde el que le mata hasta el que le abraza y besa, y por supuesto todos los puntos intermedios entre el uno y el noventa y nueve. ¿Cómo puedes explicar que si tu padre tiene el poder de desquiciar, no desquicie a todos sus hijos por igual?
– Supongo, y me jode decirlo, que él no puede hacerlo. Al menos no sin mi ayuda. Él sólo puede empujar con más o menos fuerza, pero que me salga o no de mis casillas, es asunto mío.
– Ahí lo tienes. Por supuesto que no es él quién te saca de tus casillas, eres tú con tus expectativas. Das por sentado que tu padre no debería ser tan exigente y pesado, pero es que tu padre no ha venido a este mundo a complacerte ni a ti, ni a nadie. Me parece bien que tomes las medidas que consideres oportunas, ¿pero enfadarse con él? Si analizas ese enfado descubrirás que te estás enfadando sólo porque no es como tú dices que debería de ser. Impones que no debe ser pesado y es más, le castigas por ser como es. Esto no te va a gustar…
– Dispara – dijo con seguridad el joven.
– ¿No te parece que esta forma de tratar a tu padre, de decirle como debe entender la vida, la relación con su hijo, y de castigarle con tus silencios y desprecios cuando no se ajusta a tus expectativas, se parece mucho a la exigencia que tanto criticas de él?
– Tenías razón, no me hace ni pizca de gracia que me digas que me parezco a él. Ya, que tome las medidas, y qué hago, ¿irme de casa con los ahorros de mi cerdito de la comunión? Tú no ves los telediarios o qué, los arquitectos lo tenemos muy jodido para encontrar trabajo.
– Primero me dices que la culpa de que tengas una mala tarde es de un señor que sólo por ser tu padre debe ser como tú dices que debe ser y ahora, la culpa es de los políticos, los Bancos y el capitalismo.
– ¡Dirás que lo hacen bien!
– Ya te he dicho que no soy quién para juzgar que es bien o mal, en cualquier caso no es ese nuestro debate, lo que nos traemos entre manos es que pones la causa de tu malestar en lugares que te son ajenos y esto además de ser un error como ya hemos explicado, te deja realmente vendido: poco puedes hacer tú para cambiar a tu padre o la economía de tu país, pero puedes hacer mucho por cómo te afecte.
– ¿Entonces no deberíamos intentar cambiar las cosas?
– Más nos vale, pero no antes de saber cómo hacer para que las cosas no nos cambien demasiado a nosotros. Las cosas pueden estar mal, muy mal de hecho, pero afirmar que todos nuestros males se deben a como están esas cosas nos deja en una postura de actividad frente al mundo exterior, pero de pasividad en la gestión de nuestro mundo emocional.

Cambiar las cosas puede ser la excusa perfecta para no cambiarse a uno mismo.

Para mal y para bien, yo, mí, me, conmigo.

Con permiso del viento.