Madrid (1)

Hará casi veinticinco años, cenando en una casa rural, una pareja con la que hablaba elogiaba Barcelona. Con razón. Lo sorprendente, es que yo desvaloricé mi ciudad, Madrid. Dije algo así como: “La verdad es que en Madrid no hay mucho que ver”. Mi pareja aún me lo recuerda, no daba crédito a lo que escuchó salir de mi boca. ¿Por qué dije eso? Ha pasado mucho tiempo, pero creo que lo hice por agradar. Quizás desprecié lo mío para ganarme su simpatía. Cierto es que por entonces, el centro de Madrid me interesaba lo mismo que coleccionar sellos a un esquimal. Mucho han cambiado las cosas desde entonces. ¡Vaya que si han cambiado!

Estoy profundamente enamorado de mi ciudad. Me encanta coger una mañana entre diario, una de las ventajas de ser autónomo, y recorrer las calles del centro como si fuese un turista. Las conocidas y las anónimas; las grandes y las pequeñas; las limpias y las sucias; las opulentas y las humildes. Sentarme a leer junto a los reyes de mármol de la plaza de Oriente, o con las maltrechas prostitutas de la plaza de la Luna. Cualquier esquina desde Chamberí a Chueca, sirve para apoyarse en una pared y escribir unas líneas en el blog de notas de mi móvil inspirado por el latir de la ciudad. Por gustarme, Madrid me gusta hasta en Navidades. Yo que huyo de las masificaciones como diablo de confesionario, no hay diciembre que no coja a la familia y demos nuestro tour navideño desde el Retiro hasta Plaza de España, pasando por Santa Ana, Gran vía, mercado de San Miguel, Plaza Mayor, Jacinto Benavente, Arenal, y todas las callecitas que salgan a nuestro encuentro. La muchedumbre que formamos la tropa de enamorados hace casi imposible andar por el centro de Madrid en Navidades, pero es que a Madrid se lo perdono todo.

El puente de octubre tenía programadas unas vacaciones a Nerja. A poco que el tiempo me respetase, me veía madrugando para darme un chapuzón desnudo en alguna de sus calas, paseando por las blancas callejuelas de Frigiliana y danzando por algún sendero de la sierra Malagueña. Las nuevas restricciones han hecho que cancele el viaje. Al principio, aunque comprendo la medida, me frustré de no poder despedirme del mar. El texto de hoy, entre otros motivos, quiere demostrar que más importante que lo que te sucede, es la narración que haces de lo que te sucede. Decidí, que el puente de octubre sería una ocasión perfecta para viajar a Madrid. Ser turista en mi propia ciudad. Turista de verdad. Dadas las tristes circunstancias, hay verdaderas gangas en los alojamientos. He reservado un maravilloso apartamento en plena Gran Vía. Reconozco, que la idea de pasar tres días de turista por Madrid me hace tan feliz, que si ahora abriesen el confinamiento, no cambiaría el plan por nada del mundo. Tengo la misma ilusión que si fuese a pasar unos días en Nueva York. Porque Madrid, no tiene nada que envidiar a cualquier ciudad del mundo.

Madrileño, te propongo que este puente te vayas de viaje por Madrid. Ve amanecer, desayuna, pasea, almuerza, ríe, lee, charla, contempla, ve atardecer y finalmente, deja que el susurro del centro de Madrid te arrope con sus castizas sábanas hasta que la luna te vea adormecer.

Estos días la pandemia está golpeando Madrid con especial fuerza. Lo único que conseguirá esta malnacida con su ensañamiento, es que martilleé con más devoción las teclas de mi ordenador. Me rebelo con que Madrid quede asociada con trifurcas políticas, inestabilidad, irresponsabilidad, enfermos y muertos. Madrid, y los madrileños, somos mucho más que eso. Con el de hoy, inicio una serie de textos dedicados a Madrid. Un Madrid que no se deja devorar por ese enorme agujero negro llamado Covid que todo lo engulle. En mis últimos libros siempre está Madrid, como no podía ser de otra manera. Iré publicando distintos fragmentos dónde ha aparecido esta bella ciudad a la que un día desprecié.

Por supuesto, Madrid es mucho más que su casco histórico. Yo alzo este canto a mi musa, cada cual que honre a la suya.

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