Ayer recibí las grata sorpresa de cinco libros de autoayuda que vinieron a darme la bienvenida al vecindario con pastel de manzana incluido; se nota que eran libros de escritores americanos. Venían a fisgonear, claro está, intrigados de qué quedaba aún por decir que no estuviese dicho ya en ellos. No me importó, porque de estos encuentros entre charlatanes bienintencionados siempre salen ideas novedosas, y esta ocasión no fue la excepción.
Una de las conclusiones que sacamos es que a pesar de que somos hijos de padres distintos, escritos además en momentos de la historia distintos, en todos nosotros se ha dado una gran importancia a trabajar la necesidad de aprobación, el qué dirán, la timidez, etc. Pero lo que más me llamó la atención es que aunque todos habíamos tenido en cuenta la importancia que dais a lo que piensen vuestros familiares, amigos o compañeros de trabajo, se nos había escapado que vuestra locura era un disparate aún mayor y andáis preocupados por lo que puedan pensar toooodas las personas que en un momento dado sean espectadoras de vuestra vida…
ANDE YO CALIENTE…
Y ríase la gente. Ya lo dice el refrán y poco puedo añadir yo más que traerlo a tu memoria. El refrán no dice ande yo escupiendo, robando o vejando, si no ande yo caliente. ¿Qué mal podrías hacer a alguien por ir caliente? ¿Qué mal podrías hacer por vestir, gastar tu dinero, comer, rezar u organizar tus horarios como quieras? En esta ocasión no quiero que pienses en cómo afecta a tus conocidos el que “andes caliente”, es aún más descabellado lo que nos traemos entre manos, hablo de las veces que no vas caliente por miedo a que te critiquen los desconocidos. La clave vuelve a estar escrita en el refrán. El refrán no dice ande yo caliente y ríase mi hermano, mi jefe o mis hijos, no, se refiere a un genérico sin nombre ni dirección llamado gente. Veamos algunos ejemplos en los que no hacemos lo que queremos por temor a que se ría la gente: no pedir en un restaurante que bajen el aire acondicionado porque nadie lo hace, no decir al taxista que vaya más despacio por si se molesta, no pedir al de la fila de delante del cine que baje la voz y en definitiva no quejarme, opinar ni mostrar ningún tipo de manifestación que pueda ser motivo de reproche, crítica o molestia.
¿Cómo puedes saber lo que piensan esos desconocidos? ¿Y cómo puedes saberlo en base a un gesto o una mirada?
¿Cómo puedes aún dudar que de entre tanta gente hay millones que no comparten tus decisiones y no hay uno solo que apruebe todo lo que haces?
¿Cómo es posible que con todos los que somos creas que todos estamos pendientes de lo que haces o dejas de hacer?
¿Cómo es posible que creas que en el caso de que la gente perciba tu presencia, vas a ocupar algo más que un par de minutos en sus vidas?
¿Te merece la pena pasar frío durante horas porque supuestamente, y en el peor de los casos, un desconocido piense mal de ti durante unos minutos?
No necesito conocerte para asegurar que algunas de tus acciones me parecen absurdas, raras y estúpidas. ¿Cómo puede ser que escuchar estas palabras aún te haga daño?
Entiendo que no quieras moverte por miedo a que tu dirección sea criticada por alguien pero, ¿Qué te hace pensar que no habrá alguien que te critique precisamente por tu quietud?
Da igual lo que hagas en el teatro de la vida, unos te abuchearán y otros aplaudirán. Está en nuestra naturaleza el gusto por los aplausos, aceptémoslo; pero si esperas a que sea el público quien te abrigue con su aprobación, siempre tendrás la confusa sensación de andar caliente sobre la frágil superficie de un lago helado.
Si me quiero a través de los ojos de los demás la respiración se me cortará cuando parpadeen.
Casi todos decimos no necesitar la aprobación de los demás, pero casi todos actuamos como si la necesitásemos.
Con permiso del viento.