Hará unos 25 años un amigo me dijo que había escuchado como un científico afirmaba que estábamos programados para la infelicidad. Me horroricé ante tal afirmación y me dispuse como un caballero medieval a defender el honor de mi amada felicidad. Lo hacía por convencimiento, y por necesidad. Un estudiante de psicología no podía aceptar sin más semejante acusación.
El tiempo pasa, y las ideas se transforman.
Ahora no creo que el ser humano haya sido diseñado para sufrir, pero desde luego no ha sido concebido para ser feliz. Desde una perspectiva biológica, hemos sido creados con el único propósito de evolucionar, adaptarnos, doblegar nuestro contexto, jugar las cartas de la mejor manera posible para perpetuar la presencia humana en la partida de la vida. La felicidad solo interesa en la medida que ayude a ir en esa dirección. Es el postre, no el plato principal.
Esta hoja de ruta tan precisa trazada por nuestro instinto, es muy entretenida e incentivadora, pero también es una condena. Una losa que no te deja disfrutar del presente, porque tus entrañas te empujan con descomunal determinación a alzar la mirada y anhelar, para luego asediar, nuevos horizontes. Esto explica porque renuevas tu jardín aun estando precioso. Esa especie de deber de mejora, te hace esclavo del movimiento físico y mental, lo cual tiene su lógica porque lo inerte está muerto y lo vivo, en dinamismo.
No hay uniformidad en esta inquietud existencial, encontrando personas que aguantan más sin alzar la mirada que otras, pero el que no quiere mejorar la vida de los pacientes con cáncer, quiere cambiar de coche, de cocina, de destino de veraneo, de nariz o de tetas, de compañero de cama, de trabajo, o del sitio donde ha puesto la sombrilla para poder comerse el bocata de panceta tan cerca de la orilla que el mar le lama los huevos.
Evolucionamos expoliados por el aliento del inconformismo. Ese vicio y virtud que tenemos las personas adosadas al culo y que no nos permite tener las manos ni la mente mucho tiempo quietas. Si los humanos hubiesen aceptado sin mayores frustraciones que la naturaleza manda, adaptando sus quehaceres cotidianos a la presencia del sol, nunca habrían inventado la luz eléctrica. Y así, con todo.
Si el puteo impulsa, la felicidad estanca. Para la biología, es pura filosofía de parvulitos.
Estoy mirando el árbol que hay en frente del diván donde suelo escribir. El mismo árbol, esperanza y penitencia, que tuve que contemplar como condena los cuatro meses de confinamiento. El árbol que el primer día que entré por la puerta y desde el descansillo la naturaleza me saludó en plena ciudad, dije: «Esta casa tiene que ser mi hogar».
A los dos años de casarme con el banco prácticamente hasta que la muerte nos separe, lo podaron. Un rape militar que fue como una bayoneta trinchándome las tripas. Años después, impulsado el árbol por el inconformismo de la Vida brotando en su savia, volvió a lucir su esplendoroso follaje y, entonces, unos pequeños escarabajos verdes que para mí eran unos hijos de puta, pero para la Vida eran otros soldados más al servicio de su imperio, comenzaron a devorar la clorofila de las hojas. En junio, el árbol se mostraba enfermo como un otoño con eyaculación precoz marca Hacendado cuya orgia de colores había sido sustituida por un mustio y uniforme marrón pobre.
Al año siguiente, más de lo mismo. Esos malditos escarabajos empeñados en alimentarse de las esmeraldas de mi museo. Ya, patética paradoja mis quejas cuando yo me llevo al colmillo todo ser vivo que pueda ser cocinado y carezca de DNI.
Hemos dejado atrás otro calendario y hoy es 28 de julio del 2021. No se si la Filomena les ha jodido la hibernación, o el ayuntamiento ha retomado los insecticidas priorizando el arte a la ecología, pero mi árbol luce un verdor de ensueño. Cada cierto tiempo cojo los prismáticos y compruebo si sus hojas están cosidas a bocaditos de escarabajo gourmet. Nada. El verano está tan metido que cuando llego del trabajo y me quito los zapatos me sale arena de playa. Todo indica que por fin, mi árbol vuelve a ser el de siempre.
“Estarás feliz, Rafa». Pues ahora que te escribo estas líneas y centro mi atención sobre mi selvático amuleto, sí, mucho. Esporádicamente, cuando comprobaba que las hojas no estaban siendo violadas, también me alegraba; pero en el día a día, apenas le he hecho caso al árbol. No tanto como se merece, no tanto como cabría esperar escuchando mis lamentos de los últimos años sobre su vil mutilación. “¿Por qué has hecho eso?”. Porque los humanos estamos mal hechos. Un pelín. Y dedicamos más tiempo a quejarnos por lo malo que a regodearnos en lo bueno. Perder un euro nos duele como diez, ganar diez euros nos alegra como uno. Quizás sea este el caso más notorio de estupidez de todo el reino animal. Que cosas que esos mismos tontos que carecen de las nociones básicas en matemática del bienestar, encabecen la pirámide evolutiva. Pero no es casualidad, ni una puntada del caos dada por descuido. Nuestro defecto de fábrica no merma nuestra supervivencia, al contrario. En ese empeño somos la niña bonita de la Vida, su caballo ganador, orgullo de madre. Estamos mal hechos para la felicidad; o bien hechos para la insatisfacción, como quieras verlo. La Vida no quiere hijos muy felices, porque estos se tumban en el césped a mirar las nubes y crean menos que esos otros a los que les persiguen las leonas de la codicia. Hasta cierto punto, la felicidad detiene la evolución.
La Vida, que es muy cafre, no quiere sentarse a negociar. Es una fanática sorda a todo aquello que entorpezca su misión. Le he estado diciendo que la felicidad quizás ralentice la expansión de su imperio, pero que no tiene por qué tomarlo como una amenaza. “¿No será mejor avanzar algo más despacio, pero tener a tus empleados contentos? Eso garantizaría una victoria más sólida y evitaría motines, ¿no?”. Pues nada, la tía ni siquiera se ha tomado la molestia de sentarse a hablar con el sindicato. Argumenta, con no poca razón dada su posición (estas hienas de los negocios son tipas sin escrúpulos), que tiene siete mil millones de empleados y, cuando alguno sucumba al estrés, la depresión, los problemas familiares, las adicciones, la muerte o demás putadas prescritas a los corredores insaciables, lo sustituye por otro y punto. Que tiene excedente de mano de obra, me dice la muy cabrona.
Con idea de atajar rebeliones antes de que nazcan, la Vida ha puesto una semilla en nuestro cerebro para que miremos más el futuro que el presente, lo que nos falta que lo que poseemos, lo que podría ir mal frente a aquello que ya va bien. Así consigue tenernos siempre en danza persiguiendo cualquier mosca que revolotea a nuestro alrededor como canes con TDAH. Hay que reconocerle que lo ha hecho muy bien. La mar de bien. ¡Que tía! La Vida debería liderar el ranking de las empresarias más influyentes de la historia. Pero en lo que la Vida no ha caído es en que las máquinas pueden levantarse contra sus creadores, como los hijos superar a sus padres. Si haces de tus súbditos mercenarios bravos e inteligentes que dudan hasta de su sombra, corres el riesgo de que estos se cuestionen tu mandato y, a la postre, su sumisión biológica. Estos macarras anti sistema, podrían preguntarse para tu horror: «¿Y si quiero disfrutar más de mi familia y amigos, que dedicar el tiempo a inventar cacharros que supuestamente me harán disfrutar más de mi familia y amigos? ¿Y si no es tan terrible que mi cuerpo no sea exactamente como desearía? ¿Y si quiero esforzarme en el trabajo, no sacrificarme? ¿Y si me merezco irme de vacaciones y dejar a medias la inabarcable montaña de tareas que hay en la oficina? ¿Y si tengo que dedicar más tiempo a saber envejecer que a retrasar la muerte? ¿Y si mi vida está ya suficientemente bien, y es desde la felicidad y el agradecimiento que intento mejorar las cosas? ¿Y si no veo como un drama que a veces la naturaleza mande y mis conversaciones acaben cuando se marche el sol? ¿Y si descubro que ya soy feliz, e intentas convencerme de lo contrario para que siga buscando la perfección como los galgos de los hipódromos persiguen liebres que nunca alcanzarán? ¿Y si he de dedicar más empeño en adaptarme yo, que en adaptar el medio a mis necesidades, especialmente cuando estas últimas son caprichosas? ¿Y si me hace más fuerte correr, que inventar coches que me permitan ir sentado? ¿Y si me salgo del clamor de ¡Larga vida a la Vida!, y dejo de ser un esclavo construyendo tu pirámide de narciso? ¿Y si, en vez de dar por hecho todo lo que tengo bueno, me vuelvo agradecido y dedico un rato todos los días a disfrutar del precioso árbol que custodia mi hogar?
Querida amiga, querido amigo, cada uno de los miércoles que hemos compartido este año no ha tenido otro propósito que ayudarte a disfrutar de la oportunidad que te ha brindado la Vida al admitirte en su empresa. Ha sido un placer mediar en las negociaciones para que obtengas las mejores condiciones laborales que te permitan conciliar productividad con felicidad. Enseñarte los pasos de ese baile, la ambición del pie derecho al compás de la aceptación del izquierdo, es la ilusión donde he encontrado el ánimo para escribirte.
R.R.R.

Te deseo unas felices vacaciones disfrutando de tus árboles. En septiembre, si no he tocado tanto el coño a la Vida con este texto que me despide de un puntapié, seguiremos bailando bajo las estrellas hasta desfallecer.