Madrid (final)

«…No hay muchos lugares en el mundo donde en un espacio tan reducido convivan pacíficamente europeos, asiáticos, africanos, árabes, norteamericanos y sudamericanos; ricos, pobres y ricos que se sienten pobres porque los hay más ricos que ellos; heterosexuales, homosexuales, bisexuales y transexuales; museos andantes con más pendientes y tatuajes por metro cuadrado de lo que la nanotecnología podrá nunca lograr; niños, jóvenes, adultos y viejos; monjes y carteristas; pantalones que enseñan la raja del culo, tupés de formas y colores inverosímiles, turbantes, burkas, trajes de gala, ropa informal y cualquier envoltorio que te puedas imaginar. Pues eso, Bló, que la tierra tiene una superficie de… -Ana sacó le móvil de su bolsillo y buscó el dato exacto- 510.101.000 millones de kilómetros cuadrados, habitados por siete mil millones de personas, y salvo los indígenas, que nunca he visto ninguno por aquí, puedes encontrar una representación de la raza humana en los quinientos metros de la Gran Vía que separan Callao de Plaza de España…».

Extracto del libro El rumor del Olvido.

Con este texto finalizo la serie dedicada a Madrid. Como avisé en Madrid (1), aproveché que no se pudo salir de Madrid el puente del 12 de octubre para alquilarme un apartamento con mi familia en medio de la Gran Vía. Pasamos un puente maravilloso en una ciudad maravillosa. Aunque me conozco el centro de Madrid como cualquier enamorado ha palpado cada esquina del cuerpo de su amante, nada más bajar del autobús hicimos el esfuerzo de mirar la ciudad con los ojos de un turista, de colono que descubre una tierra soñada pero desconocida. Sus fachadas, sus gentes, sus artistas callejeros, sus cornisas. Recomiendo a todo el mundo que se vaya unos días de vacaciones a su ciudad. Pensarás que es una pérdida de dinero. Te equivocas. Nada tiene que ver pasear por unas calles bonitas que habitarlas.

Han pasado seis años desde que escribí las líneas con las que encabezo el texto de hoy. He vuelto ha recorrer la Gran Vía y todo sigue tan igual como distinto. Primark sigue acumulando a pie de calle sus ahora mermados devotos; las gentes siguen mirando más los escaparates que las esculturas de las azoteas; los vagabundos se adaptan a los nuevos tiempos y de sus orejas cuelgan mascarillas mal puestas, lo cual es todo un gesto de civismo para un alcohólico esquizofrénico; las calles dan sustento a almas de lo más variopintas, estrafalarias las llaman algunos, yo lo llamo libertad; las fachadas siguen manteniendo su belleza impasibles a las alegrías y pesares de los humanos; la plaza de Santo Domingo está tomada por skaters latinos; Cuchilleros rezuma carnaval de tapeo en sus terrazas; aunque las colas ya no son infinitas, los espectáculos siguen reuniendo a sus firmes seguidores; en el templo de Debod se siguen reuniendo algunos amigos al aire libre y los niños juegan en sus columpios; las cafeterías de Malasaña siguen más bonitas que nunca, al no estar abarrotadas desde fuera puede disfrutarse de su decoración interior; en el Retiro la gente deambula sin rumbo fijo, que es el destino más lúdico al que puede aspirar cualquier marinero, mientras las parejas se cuentan secretos con las manos y las miradas.

Todo sigue igual, todo sigue distinto…

Los locales con sus verjas echadas se suceden como una macabra caravana de la ruina; aunque da gusto pasear por unas aceras que no están al borde del trombo, se hace extraño no recibir codazos de las hordas de transeúntes y comprarte un helado en la Plaza del Biombo y poder encontrar un banco libre para degustarlo en los Jardines de Lepanto, en la Plaza de Oriente. El día de la Hispanidad no ha contado con su tradicional desfile militar y los niños no han soñado con ser pilotos; una exigua Patrulla Águila ha sobrevolado una ciudad tomada por un virus. Un coche de policía pide distancia a un grupo de jóvenes reunidos alrededor de un cantante exalta hormonas; ciertamente están muy juntitos, demasiado; las hormonas a esas edades son átomos que tienden de forma natural a fusionarse. Como mil colillas en medio de un jardín, contrasta la pureza de la naturaleza del Parque del Retiro con esa imagen de seres enfermos peregrinando con sus caras sin rostro. Acariciando los márgenes asfaltados de la Gran Vía uno echa en falta tonalidades vocales siempre bienvenidas en Madrid; mis oídos no son cortejados por acentos italianos, rusos, chinos, árabes, alemanes, pero tampoco manchegos, catalanes o andaluces. Uno, inevitablemente, echándose gel desinfectante a cada suspiro, con ese bozal que nunca te abandona aunque estés al aire libre y lejos de otras personas, tiene la ridícula sensación de estar matando moscas a cañonazos.

Pero ahí está la Gran Vía y el centro de Madrid. Viviendo para nosotros y por encima de nosotros. Todos los que la merodean saben que están asumiendo ciertos riesgos, riesgos que no existen dentro de casa, pero si nos quedamos en nuestras casas, la Gran Vía enmudecerá. Dejará de recibir la sangre que le aportan las personas y, si esto sucede, morirá. Alguien dirá que si muere ella, los que sobrevivan ya la reanimarán después. Mejor que muera Madrid que nosotros. No estoy de acuerdo. Si dejamos morir una ciudad por miedo, ya nunca volveremos a ser los mismos. Las piedras de las ciudades no tienen memoria, quienes las colocan, sí. Las ciudades no necesitas personas miedosas, ni cafres negacionistas, necesitan ciudadanos valientes y responsables. Mi relato, sacado de tres días paseando por la ciudad, es la confirmación para un amplio grupo de personas de la tragedia que vivimos, culpando a aquellos que intentan seguir con sus vidas entre mascarillas, geles y distancia social de la triste nube que nos merodea. No tenemos porqué estar de acuerdo en todo, por supuesto podemos equivocarnos por exceso o por defecto de precaución, pero al menos estemos unidos en algo. Solo hay un enemigo: el virus. Salvo unas insignificantes excepciones que ya se encargan otros de subrayar y que yo no me molestaré ni en mencionar, todos, absolutamente todos los ciudadanos, lo estamos haciendo lo mejor que podemos y sea dicho de paso, lo estamos haciendo bien, muy bien de hecho, lo único que sucede es que este virus es un grandísimo cabronazo con la fuerza del brazo de Satán. Aunque sería más acertado decir de su rabo, porque nos está mal jodiendo a base de bien.

A aquellos que ven en ese Madrid vibrante, valeroso y responsable, temeridad, incivismo y necedad, solo decirles que esos días que estuve de vacaciones por Madrid, solo sentí orgullo.

¡Hasta siempre Madrid!

Reverso