Es invierno. En un parque que hay cerca de mi casa, me encuentro a un hombre de unos cuarenta años andando con una colorida camiseta de tirantes y unas chanclas sin calcetines. Hará unos ocho grados. Mi pensamiento, del que no me enorgullezco, pero no por ello voy a negarlo, es: “Este tío es un payaso”.
Como un mes después, febrero, vuelvo a encontrármele en el mismo parque. Esta vez, viste de la misma forma, camiseta de tirantes, chanclas y músculos al viento, pero en esta ocasión, va corriendo. Dudo de si llega tarde a algún sitio, pero más tarde, vuelvo a cruzarme con él y sigue corriendo. ¡Este tío hace footing en chanclas y tirantes en pleno invierno! Mi pensamiento va cogiendo confianza en sí mismo y me escupe resuelto: “Este tío, es gilipollas”.
En cambio, a la siguiente vuelta que me le encuentro, mi enfoque cambia radicalmente. De golpe, este tío que tomaba por un cantamañanas unos minutos antes, se ha convertido en mi maestro.
Todos decimos no necesitar la aprobación de los demás, pero la mayoría actuamos como si la necesitásemos. Hay algo que no debemos olvidar. Cuando hay incongruencia entre lo que decimos y lo que hacemos, entre la conducta y el pensamiento, siempre ganan las acciones a las reflexiones. Nuestras ideas acarician el cambio, nuestras acciones lo determinan.
Lo sé. He ayudado a cientos de personas a llevarlo a la práctica. Pero gracias a este maestro recordé que hacía ya demasiado tiempo que yo mismo me había descuidado. No agradezco tus palabras, sino tu ejemplo.
R.R.R.

Gracias maestro por despertar mi envidia hacía ti. Yo también quiero avanzar por la vida sin mirar por el retrovisor que piensan los que quedan atrás.