El arte de aplazar

Vaya por delante que soy un gran defensor de la filosofía de primero el deber y luego el placer, pero tan malo es aplazar siempre, como no hacerlo nunca. Hay personas que siguen un orden demasiado estricto respecto a sus quehaceres y obligaciones, no permitiéndose pequeños aplazamientos. Algunas tareas tienen un principio y un fin bien definido, pero la mayoría son inabarcables e infinitamente mejorables, por lo que siempre hay una excusa para estar enredados en ellas y postergar el ocio. ¡Hay tantos motivos para no sentarse en el sofá a gandulear!: planchar, coser, ir al trabajo, hacer deporte, fregar, recoger, limpiar, barrer, llamadas y mails por hacer, recados, compromisos, más plancha.

Quizás alguien acostumbrado a dejar todo esfuerzo para más adelante, vea en mis palabras la excusa perfecta para dejarse vencer por la pereza. Sabes perfectamente que este capítulo no habla de eso, habla de aquellas veces que tu rectitud te impide dar la espalda puntualmente a tus obligaciones. ¿Cuáles son las consecuencias reales de que hoy no hagas lo que mañana te comprometes a hacer? Me responderás que no muchas, pero que la trampa está precisamente en el “hoy”. Primero es un día, luego otro, y luego otro, y cuando te quieres dar cuenta has dejado la rutina y te cuesta un triunfo volver a los buenos hábitos de siempre. No te voy a negar que después de no hacer deporte unos días cuesta más volver, después de fumarte unos cigarrillos cuesta más volver a no fumar, después de que hoy no has estudiado cuesta más hacerlo mañana, o da más pereza recoger la mesa a la mañana siguiente que por la noche. Todo esto es cierto, pero también lo es que sería una pena no meter la nariz en una habitación por miedo a que acabe apresado todo el cuerpo en ella.

La vida es una mansión enorme, sería un desperdicio no entrar en algunas de sus habitaciones por miedo a que la puerta se cierre de golpe y nos deje encerrados en un mal lugar, un mal hábito. Es verdad que algunas personas acaban teniendo problemas con las drogas, descuidan sus trabajos, no hacen deporte, y en definitiva dejan unas rutinas saludables para establecer otras perjudiciales. ¿Acaso crees que a esas personas se les cerró la puerta de golpe? Por supuesto que no, se les fue cerrando poco a poco, y debido a sus constantes fallos de cálculo y a que en el fondo no habían entrado en esa habitación para enriquecer su conocimiento global de la casa sino para establecer ese espacio como su dormitorio principal, han acabado atrapados. Por otro lado, sin ser un estado recomendable este de estar atrapado en hábitos nocivos, tampoco hay ningún motivo para pensar que con esfuerzo y disciplina no podrán salir de esa y de cualquiera otra habitación. Esto es precisamente lo que quieres evitar, el riesgo de asomarte y caer al precipicio, pero eso te llevará a vivir en una planicie llana y previsible. ¿Y todo por qué? Por miedo a volver unos pasos atrás en el camino. ¡Pero qué camino es ese que por retroceder unos pasos vuelves al punto de salida!
Si das diez pasos para adelante y ocho para atrás, estás más cerca de retroceder que de avanzar, pero este capítulo no habla de esta situación, sino de cuando avanzas diez pasos y retrocedes uno sólo. Ya sé que recuperar luego los pasos retrocedidos da pereza, pero sería una pena no pararte en todas esas habitaciones que tiene la vida preparadas para ti por no hacer luego el pequeño esfuerzo de volver a caminar.

Relájate. Concédete alguna tregua. Si no logras tus propósitos no encontrarás en estos pequeños aplazamientos la explicación a tus derrotas. Se valiente y permítete a veces descansar. Y no, no me digas que eres disciplinado y que por eso nunca faltas al gimnasio, al trabajo, a tener la casa limpia y ordenada, a tu paseo matutino o a la lectura diaria, porque si no te permites desviarte ni un centímetro de tus responsabilidades estás más cerca del fanatismo que de la disciplina.

Los perseverantes que nunca descansan en su avance son los más cobardes de cuantos inseguros puedas conocer.
Pobres, es tal el pánico que tienen al fracaso que nunca paran, por lejos que estén de él.

Los bellos propósitos, cuando nos hacemos esclavos de ellos, los convertimos en feos.

En el límite entre el éxito y el fracaso suceden cosas sorprendentes, sería una lástima vivir en cualquiera de estos dos extremos.

Con permiso del viento.