Caidita de hombros

Si el miércoles anterior defendí la agresividad como un medio para vencer los miedos, hoy toca hablar de su contrario, La caidita de hombros: la aceptación de la vulnerabilidad como una estrategia de afrontamiento.

Hace unos meses me hice un TAC. En general, es una prueba tan agradable como quedarse encerrado en un ascensor con diez jugadores de fútbol después de entrenar. Y los jugadores no están buenorros. El mecanismo es sencillo: te meten media hora en un tubo como si fueses una anchoa en conserva, y luego un DJ de la discoteca Fabrik, te bombardea con una secuencia infinita de ruidos estridentes como si estuviese pinchando a toda pastilla el último Hit de música electrónica. Bromas y exageraciones a parte, la experiencia no tiene mayor drama, aunque la llevarán mejor aquellos humanos cuyo linaje descienda de las anchoas enlatadas.

El caso, es que de todos los TAC que me he hecho, este no fue echarse una siestecita dentro de una caja de muñecas de la que disfrutas porque te permite escapar por un rato de las apremiantes rutinas de tu día a día. Las enfermeras me avisaron que había un problema con la calefacción del hospital y llevaban toda la tarde con un calor insoportable. Al principio no le di mayor importancia, hasta que poco a poco la coqueta habitación boutique de un hotelito de Menorca, se fue convirtiendo en las calderas cordobesas donde Satán fríe las sardinas. La mascarilla, desde luego no fue de ayuda.

A los quince minutos de estar enterrado vivo, a uno le da por plantearse que igual quiere moverse, por qué no, hasta salir de allí. Poco a poco me fui metiendo en esa espiral en la que cuanto más quieres salir, más necesidad tienes de hacerlo y cuanto menos puedes, más ansia por no poder escapar.

Si te pones cazurro es tan sencillo como quitarte los cables y salir reptando por ese útero de plástico, pero eso no solo sería ganar una batalla hoy para perder la guerra mañana, algo mucho peor, sería desaprovechar la gran oportunidad que se me presentaba. De ese tubo podía huir cuando quisiese, pero la vida me metería, sí o sí, antes o después, en tubos más angostos y asfixiantes de los que no podría escapar por muy bruto que me pusiese.

La agresividad en esa circunstancia era inútil, no servía para nada. Si acaso, para hacer más tortuoso el camino. Lo único que podía ayudarme era La caidita de hombros, la aceptación. Una resignación bien entendida.

En ese momento decidí que el TAC, era un maestro cuyas lecciones debía escuchar. En la vida hay veces que no queda más remedio que aceptar la pérdida, el descontrol. Por muchas vueltas que le des, por mucho que luches, hay agujeros de los que no se puede escapar. A cada ruido estridente del DJ, decidí imaginarme distintas situaciones en las que tendría las manos atadas, testigo pasivo del baile del azar. El día que me dicen que tengo un cáncer terminal, el día que mi hijo se mata en un accidente de coche, el día que descubres que tu pareja no te quiere, el día que pierdes el trabajo de tus sueños, o el día que descubres que la vejez se te ha metido por el culo. No te hacen partícipe del proceso, te notifican el desenlace. ¿Podrías haber hecho algo para evitarlo? Si, no, ya no importa. Te encuentras de lleno en un callejón sin salida donde lo único que puedes hacer, es aceptar la pérdida y continuar a partir de ahí.

Tomé el vientre de mi maestro, el TAC, como un féretro del que por mucho que gritase, arañase, insultase y odiase, me sería imposible salir. Era solo un juego en mi imaginación, pero la amenaza, algún día, inevitablemente, se hará realidad. Cuando acepté que no podría salir de ese tubo, salvo que él me escupiese, me empezó a dejar de importar estar dentro. Porque estar dentro o estar fuera, solo tiene importancia cuando puedes decidir.

“¡A mí la legión!” y “Caidita de hombros”, son dos caras de una misma moneda. No solo se complementan, se necesitan. La felicidad no está en apretar o aflojar, sino en decidir cuándo apretar y cuándo aflojar, cuánto apretar y cuánto aflojar. La agresividad y la vulnerabilidad son dos pies de un mismo bailarín.

R.R.R.

Hay tubos de los que la única forma de escapar, es dejando de intentar salir. Estar prisionero no es una dimensión física, sino una actitud mental. La adaptación puede ser una gran fortaleza.

Nota: Si quieres compartir con nosotros alguna lección que hayas aprendido, estaré encantado de dar a tus maestros y maestras la más afectuosa bienvenida. Puedes escribirme a, rafaelromerorico@yahoo.es