He quedado con un amigo en Cotos a las 22:00, para evitarnos la marabunta de gente y poder disfrutar del paseo de noche. El objetivo es dormir en el circo de la Laguna de Peñalara, a menos de dos horas del coche. Al llegar buscamos un lugar más o menos llano en la pendiente. Mi compañero encuentra uno perfecto y decide cedérmelo. Es un hueco natural que ha formado el viento en la nieve. Está protegido y con la inclinación justa (la cabeza ligeramente más alta que los pies).
Me tumbo sobre la esterilla. Algo que hay que hacer antes de tomar una ubicación por definitiva. Ciertamente, el sitio es una maravilla. Salvo por un pequeño detalle: estoy orientado de espaldas al circo y, lo que es peor, hacia el sur, dónde un ligero halo luminoso sube por encima de las montañas proveniente de la gran urbe. El cielo está soberbiamente estrellado, pero hacia esa dirección, la boca de lobo de la bóveda clarea. Nada, minucias, pero lo suficiente para que me planteé otras opciones. Me tumbo en la otra dirección y corroboro lo que ya suponía: la cabeza me queda baja. Me levanto. Pienso que no es buena idea y me vuelvo a tumbar mirando hacia el sur. Sí, así mucho mejor. Me vuelvo a levantar para preparar las cosas, cuando vuelvo a pensar que es una lástima no estar mirando la parte más oscura del cielo. Después de varias diatribas, decido ponerme perpendicular al agujero natural que ya estaba hecho. Hacer el nuevo refugio que concilie horizontalidad con las vistas deseadas, me lleva un ratito. ¿Qué sucede si te pones cruzado al viento? Exacto, que estás toda la noche recibiéndolo de costado.
No vi ninguna estrella fugaz. Hacia un lado me daba el viento en la espalda, hacia el otro, se me metía por la rendijilla del saco donde queda la cara. El viento me tiraba nieve encima, y al moverme, me metía en alguno de los agujeros que había hecho con mis pisadas haciendo el catre nival. Así que, llegó un momento, que lo de menos era si veía muchas o pocas estrellas.
El viento fue mi maestro esa noche. Su enseñanza, sobradamente conocida por mí, pero apostillada con tino por su parte, es que a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. Si hubiera tirado el saco en el sitio tal como me lo encontré, habría pasado menos frío acicalando el nido, habría dormido mejor, habría visto más o menos el mismo cielo y desde luego, lo habría disfrutado más. Buscar lo perfecto, me impidió valorar lo bueno.
No olvido que si nos quedamos siempre en el 8, nunca llegaríamos al 9; tampoco que buscar el 8 puede hacernos acabar en el 3, y eso no es motivo de vergüenza ni arrepentimiento, sino de orgullo por tenaz y valiente; y por supuesto, tengo presente que la ilusión de superar un número, sea el que sea, es un incentivo que nos protege del tedio. Es saludable querer mejorar las cosas. La lección del viento, es para aquellos que sienten la permanente necesidad de mejorar todo aquello que cae en sus manos, ya sean sus relaciones de pareja, un viaje, un proyecto profesional o su físico. Tan importante es avanzar como saber estar.
Sea como sea, fue una noche maravillosa. Un absurdo pensar que lo habría sido menos por ser más o menos perfecta.
R.R.R.

Aquí tenemos un ejemplar de Homo Sapiens Inconformibilis inmerso en sus dudas. Esa noche no supo leer en las estrellas que, a veces, lo mejor es coger las cosas según te las encuentras. Sin añadiduras. Lo que él no vio, el maestro del viento se lo enseñó.