Madrid (3)

Seguimos con Madrid y su centro histórico, porque Madrid es de todos. Nacionalistas e independentistas, latinos y árabes, ricos y vagabundos, estudiantes y hombres de negocios. Turistas de todo el mundo, pieles de todos los colores, orientaciones sexuales a la carta. Ocio y cultura a raudales. Diversidad. Libertad. Por sus calles puedes vestir tan estrafalario como llegue tu  imaginación o tan casto y estirado como el tronco de un árbol, también puedes hablar en voz alta en una terraza sobre cualquier posición ideológica. Esta ciudad te quiere tanto si quieres vivir en ella, como si después de abrazarla huyes de su multiorgásmico ajetreo. En Madrid, nos gustan las personas, ya sea un matrimonio que viene de visita desde una aldea de las Merindades, Burgos, como un artista de Líbano que busca inspiración. Madrid tiene sus carencias, pero el respeto por tu individualidad no es una de ellas. Más allá de que todos formamos parte de una misma madre, España, si vienes al centro de Madrid, habla en el idioma que quieras, besa a quien quieras, viste como quieras, reza a quién quieras, vota a quien quieras y, mantén las costumbres populares que quieras. No estaremos de acuerdo en todo, pero tampoco lo necesitamos. Nos gustan las personas. Vengan, de donde vengan. Sean, como sean.

¿Así es Madrid, o así es como te gustaría imaginártelo? Desde luego así es el mundo que deseo, y el centro de Madrid está sorprendentemente cerca de lograrlo.

Ahí van otros textos en su  honor:

“…Sainz de Baranda: ancianos paseando relajados por una calle tan ancha que permite que los recuerdos de unos no entorpezcan los de otros, adolescentes riendo, charlando, ligando y fumando con la ilusión de quien aún no ha reído, hablado, ligado ni fumado mucho; personas acompañadas de sus mascotas, amigos, familiares y teléfonos móviles. Qué impactante si pudiésemos echar el zoom hacia atrás como el Google Earth y ver este trozo de calle en la inmensidad del espacio, vagando a la deriva en el sordo vacío, mordiendo la impenetrable oscuridad con la luminosidad que solo la vida sabe dar…”.

El rumor de olvido.

                                                                                                                                      

“…desde Neptuno remonté la ligera pendiente hasta la Plaza de las Cortes. Sin bajarme de la bicicleta me paré, apoyando un pie en la peana de la estatua de Cervantes. Mis primeros años como médico los pasé en la clínica de un amigo de mi padre en la calle Marqués de Cubas, muy cerca de allí. A menudo me compraba un bocata de lomo con queso, del que daba buena cuenta sentado en los peldaños aledaños al inmortal escritor, mientras los críos entrados en años montaban en monopatín y, los carcamales del Congreso jugaban a ser niños dentro de ese edificio custodiado por leones. Uno de esos días me percaté de que en la ventana de un hotel había una mujer desnuda o semidesnuda. Era como una quinta planta y con la distancia no podía apreciarlo bien. Soy un cotilla, me encanta fisgonear todo aquello que es distinto, prohibido o está escondido, y si hubiera encontrado un sitio donde comprar unos prismáticos puedes dar por descontado que me habría hecho con ellos… Desgraciadamente, donde estaba no había ninguna tienda que vendiese prismáticos, e ir a buscarla me obligaba a dejar de mirar, por lo que preferí ver mal a dejar de ver. Creo que estaban grabando un anuncio o haciendo una sesión de fotografía, el caso es que no podía asegurar si lo que veía era teta o codo; por eso me excitaba tanto, la intuición deja muchos huecos a rellenar a tu antojo».

«Pasé por Sol, dónde iba a comprar libros en la librería de San Ginés y después me tomaba un bollo en la Mallorquina. De la Plaza Mayor tengo recuerdos sentado en el suelo con mis amigos, comprando las típicas tonterías de los puestos de navidad con mis padres. Había otros sitios de Madrid emblemáticos, que habían formado parte de mi biografía, pero por los motivos que fuera, no habían calado en mis emociones; para mí esos lugares no eran más que hormigón, hierro, pintura y ladrillo sin alma».

«Dejé atrás Ópera y el Teatro Real. El Teatro Real representa muy bien lo que pasa en las grandes urbes: mientras que su cara oeste es glamurosa y los chóferes esperan entre monárquicas esculturas a sus clientes emperifollados, en los soportales de su lado este los vagabundos duermen sobre los cartones, abrazados a sus tetrabriks de vino barato. Un mismo folio escrito por ambas caras por ricos y pobres, sin ser conscientes ni los unos ni los otros de que si al azar le diese por plegar la hoja, la tinta de ambos se entremezclaría para pavor de unos y sorpresa de otros. Cuando llegué a la planicie del Palacio Real me invadió el desánimo. Un Mickey Mouse con la cabeza del disfraz en el suelo se emborrachaba sin piedad, desparramado sobre la barandilla donde horas antes los transeúntes vieron el atardecer. Atados a la oreja de la cabeza postiza, unos diez globos de vivos colores intentaban suicidarse por estrangulamiento, aceptado su fatídico destino ahora que los niños dormían en sus casas y no podían salvarles de su hipócrita carcelero. Siempre me han dado grima los adultos que se esconden bajo disfraces de Walt Disney, me los imagino usando la inocencia de esos personajes para encubrir a los pervertidos más sucios que te puedas encontrar…”.

                                                                                                                         Reverso.