Gatos Callejeros

La música es una maestra que enseña vida. A su lado, uno puede reír, llorar, saltar, fornicar, arrepentirse, soñar, odiar, añorar y amar. El río emocional de las personas es una partitura que los músicos conocen bien; ninguna nota les es ajena.

La música la forman muchos, desde compositores hasta técnicos de sonido, al igual que los escenarios donde la encontramos van desde un teatro a un festival. Como no puedo abarcarlo todo, me centraré en quienes me han inspirado para el texto de este miércoles. Espero que todos aquellos que hacen posible que la música exista, sea de la forma que sea, sepan recoger mi agradecimiento. Hoy me dedicaré a los Gatos Callejeros, aquellos que llevan la música y su ritmo a tu encuentro de la forma más hermosa: la inesperada. Como sus compadres los felinos, los hay refinados y los hay revoltosos, pero todos tienen el don de hacerte volar cuando tu solo habías salido a pasear.

Una vez más, aprovechando el confinamiento perimetral, estoy de turismo con mi familia por Madrid. Es la quinta vez. Gracias a las más que generosas ofertas que hacen los hoteles para sobrevivir, estamos descubriendo unas habitaciones y apartamentos maravillosos. Aunque duermo a cuarenta y cinco minutos andando de mi casa, tengo sensaciones muy parecidas a cuando viajo a Roma, Brujas o Nueva York. Otra de las ventajas de las limitaciones del confinamiento: al limitar los grandes placeres los pequeños han ocupado su lugar.

Al llegar a los jardines de Lepanto, frente a Ópera, cuatro chavales ponen música y llaman la atención de los transeúntes. Un cubano, un coreano, un iraní y un negro más negro que el abismo, que no consigo oír de donde viene. Me encanta esa mezcolanza del Arca de Noé que se da en las ciudades. El barco lleva demasiado tiempo herido y entre los espectadores no hay andaluces, catalanes o extremeños. Tampoco extranjeros. Bueno, por suerte pronto vendrán.

Estos bailarines son gatos callejeros, buscavidas, supervivientes del asfalto. La música empieza a sonar, sus cuerpos se electrifican. Verlos bailar es una explosión de energía, luz, alegría y despreocupación, pero también se aprecia el esfuerzo, la sorpresa de hasta dónde llega los límites del cuerpo humano. La música es pegadiza, sin ella serían títeres descabezados. Y de repente, sin avisar, te emocionas. La música encuentra un vericueto secreto que se salta los cauces de la razón y tus ojos se encharcan. Música, bailarines y contexto crean el matrimonio perfecto y sucumbes; sin más. Unos desconocidos, partiendo de cero, te llegan al tuétano, ¿cómo no va a ser la música una maestra?

Después de darles un billete no engendrado por la misericordia sino por la justicia de agradecer lo que has disfrutado, nos dispusimos a seguir nuestro camino. Qué sorpresa, cuando apenas recorridos 100 metros, nos encontramos en la Plaza de la Armería, frente al Palacio Real, a un Gato Callejero con un arpa. Su estilo, su actitud, su música, no podía ser más antagónica a los bailarines circenses con su dance a todo trapo. Nos quedamos mirándole no por elección, estábamos atrapados por la armonía. Esta vez, el viaje al que me lleva la delicadeza de sus dedos es más profundo, más sereno, más liberador. La felicidad no salta ni hace malabares, más bien se sienta frente a una puesta de sol a llorar lo perdido y abrazar todo lo recibido. Algo parecido a lo que debe ser la plenitud, sale a mi encuentro a manos de esa arpa. Y otra vez, la emoción agarrada a mi garganta hasta humedecer mis ojos. Pienso en la última vez que lloré. En esa ocasión, el caudal no pudo ser contenido. Fue escuchando un concierto de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, en Chiesa di san Vidal, Venecia. Cuarenta y tres días después, ni uno más ni uno menos, nos confinarán en España. Quien nos lo iba a decir. ¿Todo ha cambiado desde entonces? Parece que sí, pero debe ser que no. Ya sea en una iglesia, con unos jóvenes bailarines o un talentoso del arpa, esta pandemia no ha podido arrebatar a la música su poder para emocionarnos. Reconforta saber que, en la partitura de los seres humanos, hay notas como el amor que nada puede silenciarlas.

R.R.R.

Son muchas las lecciones de la música, pero la más importante es que solo por sentirla una sola vez merece la pena vivir.