Cuarentena. Capítulo 15

29-03-2020

    Día 15. La mitad de 30, pero 1/3 de 45. A malas, 1/4 de 60 días. Nuestra peor opción es repetir esto tres veces más. Podríamos con ello. Sin duda. De momento y, hasta nueva orden, 15 es la mitad de 30.
    —Hola —saludó Clara.
    —Buenos días —Mateo era hombre de costumbres—. He estado charlando un rato con tu padre, estaba de mal humor porque ya no podía subir a la azotea.
    —Sí, Coca Colo ha echado silicona en la cerradura. La verdad es que me alegro, era cuestión de tiempo que un helicóptero de la policía le viese y le cascasen una buena multa.
    —Se ha afeitado.
    —Ahora es doctor Sly, por Sylvester Stallone. Le gustan mucho sus primeras películas.
    —¿Por qué ese actor y por qué la barba?
    —Porque defiende la agresividad bien dirigida como una buena manera de enfrentarse a los retos. Stallone nunca lleva barba.
    —La agresividad.
    —Para mi padre, la agresividad y la sexualidad son dos pulsiones muy útiles si sabes domesticarlas y ponerlas a tu servicio.
    —Un tipo raro tu padre.
    —No sabes cuánto.
    Clara bajó los brazos hasta la punta de los pies sin doblar las rodillas. Mantuvo esa posición un minuto.
    —El otro día no te vi apoyar la enmienda que lanzó Marta de cagarse en las cabezas de las palomas.
    —Las palomas me caen bien.
    —¡No fastidies que eres de esos viejos que les dan pan!
    —Lo soy.
    —¿Por?
    —Alimentarlas es una forma de sentirte útil. A los viejos nos gusta sentirnos útiles, ser de ayuda para alguien, aunque sea una paloma. ¿Sabes que ayer le cagó a Marta una paloma en la cabeza?
    —Qué dices.
    —Venía de la compra cuando la diarrea le pasó rozando el flequillo para acabar en su blusa. Se tiró insultándolas un buen rato.
    —Ojalá se mueran.
    —Si, pero todo tiene su reverso. Las palomas se comen esos escarabajos diminutos que se alimentan de la clorofila de las hojas de los árboles. Si acabáis con las palomas, tendréis vuestros coches limpios pero los árboles sin lucir su belleza esmeralda.
    —Todo tiene su reverso.
    —Todo.
    —¿Hasta este cabrón de virus?
    —La super población y los vuelos accesibles entre países tiene el reverso de propagar un virus como la pólvora, la bofetada de este coronavirus tendrá otras caras distintas a la muerte, la angustia y la tristeza.
    —¿Cuáles?
    —Ni la menor idea, el tiempo dirá.
    —Pero esas caras, las buenas digo, a su vez, tendrán sus correspondientes reversos.
    —Clara, la vida es una danza de contrastes.
    Mateo se despidió y volvió dentro de casa. Clara estaba intrigada. ¿Por qué siempre que salía a la terraza dejaba la puerta casi cerrada? ¿No sería mejor abrirla para ventilar? Y al mismo tiempo, cuando estaba dentro, la cerraba del todo. La intriga te saca del tedio de la existencia con la misma facilidad que te mete en líos. Eso, en condiciones normales. Quince días de cuarentena empezaban a pasar factura a las mentes de las personas. Si no era normal para estos humanos estar quince días encerrados en sus casas sin salir, el constructo normalidad, ¿por qué no iba a verse afectado en todas sus dimensiones? Sí, la paleta de colores del comportamiento de esta especie nos iba a deparar nuevos matices cromáticos durante esta crisis. Este será uno de los bellos reversos que nos dejarán este puto bicho.
    Clara pegó el oído a la rendija de la terraza. El hueco era contiguo a un respiradero de la casa de Mateo. Gracias al silencio de la calle, otro de los reversos del virus, pudo escuchar algo parecido a voces dentro de la casa de su vecino. Eran poco más que mariposas revoloteando con su leve susurro sin llegar a posarse en palabras. Pudo identificar la voz de Mateo y algo más difusa, la de su mujer, aunque esta parecía impostada. En condiciones normales, se habría tenido que quedar con las ganas de saber de qué hablaban, o tendría que haberle preguntado a Mateo cuando coincidiesen en la terraza. Eso, es lo que habría sucedido en condiciones normales. Sin hacer ruido, no quería preguntas cuyas respuestas generasen más preguntas, salió de casa y bajó al trastero. Cinco minutos después estaba entrando de nuevo en casa con una escalera metálica plegable. Al pasar por el salón se encontró a su padre leyendo.
    —¿Dónde vas con esa escalera, hija?
    —¡Papá, tengo diecisiete años, ya va siendo hora digo yo de que me dejes hacer mi vida!
    Doctor Sly se quedó un rato pensando con su dedo índice dentro del libro a modo de marca páginas.
    —Tienes razón hija.
    —¿Tengo razón?
    —Sí, para bien y para mal, pero sobre todo, estoy seguro más para bien, no puedo ocuparme de las consecuencias de tus decisiones.
    —Vale.
    —¿Segura? Si luego me llamas para que pague —hizo las comillas con los dedos de su mano libre—, “tus multas”, no querrás tampoco que sea un entrometido, ¿verdad?
    —Descuida. El que no entra no opina y el que no opina no paga.
    El padre pareció satisfecho y siguió leyendo. Daba por hecho que era cuestión de tiempo que apareciese su hija queriendo renegociar los términos del contrato. “Tampoco hay que ser tan estrictos papá, un cable digo yo que podrías echarme, ¿no?”, le diría.
    Cuando Clara estaba fuera quiso entrar para correr un poco las cortinas y conceder algo de intimidad a sus intenciones. No hizo falta, el padre se había girado lo suficiente para no ver que sucedía en la terraza. Doctor Sly podía aceptar que su hija debía empezar a tomar sus propias decisiones, pero aún no estaba preparado para ser testigo directo de algunas de ellas sin meter las narices.
    Desplegó la escalera y, con no poca dificultad, la dejó caer sobre el borde de la terraza de Mateo. Cuando se puso de rodillas en los dos primeros peldaños y la escalera bailó, soltó un gritito de miedo. Aún no había asomado el cuerpo al vacío y se estaba arrepintiendo. A gatas, como un minino aterrorizado, fue deslizándose poco a poco hasta el siguiente peldaño. Un movimiento más, y entre los barrotes de la escalera podría ver el suelo dónde se había estampado su madrastra. Dudó. Pensó. Y avanzó. ¿Qué dudo? Si no era una gilipollez morir por cotillear de qué hablaban Mateo y su mujer. ¿Qué pensó? Que hoy le importaba morir un pelín menos que ayer. Este pensamiento no le deprimió, más al contrario, la liberó. ¿Y por qué avanzó? Porque una vez cogido el truco a la escalera pensó que era muy poco probable que se cayese, pero en cambio ser curiosa y atrevida le permitiría elevarse. Esta cuarentena encarcelaría su cuerpo, no su espíritu. Un minuto después y, con sorprendente sangre fría en la ejecución de la maniobra, para sorpresa de ella misma, desembarcó en la terraza de Mateo. Bueno, sería más apropiado decir que desescaleró.
    Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada a cal y canto. Mateo siempre echaba las cortinas, otra cosa curiosa teniendo en cuenta que en frente sólo había un edificio bastante alejado. Pero tampoco consideró este comportamiento como una anomalía en la norma derivada de la cuarentena, pues de siempre ha habido personas muy recelosas con su intimidad. En la esquina inferior izquierda de la puerta, una obertura en la cortina, pequeña para cualquier cosa menos para un ojo, le permitió entrar en la casa de Mateo. Había mucha luz y la televisión estaba puesta. Mateo y su esposa estaban sentados en el sofá contemplando como dos tortolitos las pantalla. Uno mira y, después ve. Si Clara se hubiese dado la vuelta en ese momento nada le habría llamado la atención, pero permaneció de cuclillas y vio. Su mujer, hablaba sin mover los labios. Al menos no podía vérselos porque llevaba un pasamontañas que le cubría todo el rostro menos la rendija de los ojos. El pasamontañas había sido manipulado, lo habían abierto un poco en su parte frontal como para que los ojos pudiesen ver más o, como era el caso, pudiesen ser más vistos. La mujer iba impecablemente vestida. De pies a cabeza. Sólo llamaba la atención una cosa. Mientras que su mano izquierda llevaba un guante, la derecha, la que Mateo agarraba y besaba, estaba al descubierto. Clara afinó la mirada y, fue entonces cuando pudo comprobar, que esa mano era la mano huesuda y podrida de un cadáver. De un cadáver que llevaba diez días ahí sentado viendo la televisión junto a un hombre que jamás le soltaría la mano.
  
    

APORTACIONES:

Mariano Quirós: «Clara comienza a escuchar ciertas conversaciones entre Mateo y su esposa, pero estas transcurren siempre en el interior de la casa, sin que Clara pueda verlos directamente, solo escucharles a través de la rendija de la ventana de la terraza. La voz de la esposa, sin embargo, parece impostada».

La Paloma: En mis cuarenta y tres años, me ha cagado una paloma sólo una vez. Al día siguiente de escribir el capítulo dónde Marta quiere exterminarlas a base de diarreas humanas, o sea, ayer, volviendo de la compra una pastosa y líquida mierda de paloma, tras rasurarme el flequillo, fue a posarse en mi camiseta. Justo ayer mi segunda vez en cuarenta y tres años. ¿Casualidad? Muy probablemente. ¿El destino burlándose de mí? Qué duda cabe. Una cosa es segura, las palomas no van a soltar el control de la calle sin plantar batalla.

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Reverso.