Recientemente he tenido la suerte de sentarme a la mesa junto a la persona más ilustre que nunca antes lo haya hecho. Podría haber aprendido muchas cosas de él, pero sería como acostarse con una mujer muy hermosa que no soportas. Su belleza es innegable, la tediosa cadencia de su discurso, también.
No exagero al afirmar que durante dos horas estuvo hablando ininterrumpidamente de sus éxitos. Y bien digo suyos, porque aunque sus empresas estuviesen formadas por varios socios, él hablaba de sus logros en exclusiva primera persona, como si éstos se hubiesen alcanzado sin la colaboración no ya de sus subordinados, ni siquiera de sus iguales. Él es el epicentro de su imperio, vigilando en solitario desde su altiva torre de marfil como los campesinos remueven las tierras de su reino. Aunque fuera esto cierto, que no lo es del todo falso pues su inteligencia y capacidad de trabajo son intachables, no estamos aquí para negar lo innegable, su exitosa carrera profesional, sino para reflexionar sobre la soberbia.
Para dirigirnos a él respetando su anonimato le bautizaremos con el nombre de Pedro, Don Pedro, como todo el mundo se dirige a él. Ahí tenemos el primer guiño que nos lanza la soberbia. Doy por descontado que Don Pedro no exige ese trato nobiliario, que no dispensa menos privilegios a quién se dirige a él sin la pertinente reverencia, pero su sólo consentimiento me intriga. Una primera cosa que debes saber es que existe la soberbia activa, y la pasiva. La activa es la que no se esconde, y aunque su compañía es desagradable, al menos tiene la decencia de no pretender llevarnos a confusión. La pasiva en cambio es la que muestran algunos curas, políticos, padres, jefes y profesores. En estas profesiones estaría muy mal visto hacer gala de la soberbia, de hecho ellos son los primeros en animarnos a mantenernos alejados de ella, y por eso la dan salida bajo cuerda. Mi objetivo de hoy es ayudarte a desenmascararlos.
¿Cómo alguien que no es soberbio permite que le adulen durante horas? Da igual los logros que hayas conseguido, si a mí un desempleado analfabeto me llamase Don Rafael no lo consentiría. ¿Adularme por qué? ¿Porque yo tengo una carrera dónde tú dejaste los estudios? ¿Por qué yo escribo libros mientras tú fumas porros? ¿Por qué yo cuido de mis hijos cuando tú hace años que no te ocupas de ellos? Somos distintos, tenemos cualidades distintas, acierto dónde tu fallas y viceversa, pero, ¿Don Rafael?, ¿Don tú estás colocado en un plano superior al resto? ¡Menuda gilipollez! Tu vida es tan interesante como la mía, tu tiempo, tan valioso como el mío; tus historias, tan dignas de ser contadas y escuchadas. Yo tengo las mías propias, algunas apasionantes, pero por favor no me insultes poniendo delante de mi nombre ese Don que quiere diferenciarme de ti.—“Pero usted es más importante Don Rafael. Yo sólo soy taxista”—. ¿Para quién soy más importante? Dar una conferencia en Harvard es muy glamuroso, pero muchas personas preferirán pasar la mañana cocinando para su familia. ¿Por qué el Don precede al que da conferencias frente al cocinero doméstico? No lo entiendo. ¿Acaso las piedras con formas más bellas son más piedras que el resto de piedras? ¿Serías capaz de encontrar en todo lo amplio que es este planeta una sola cosa que nos parezca igualmente bella a los siete mil millones de terrícolas?¿Es menos bello cocinar para tu familia que para Obama? Si consigues cocinar para un presidente, por descontado eres mucho mejor cocinero, pero ese acto sólo habla de que cocinas mejor que yo, no eres mejor que yo. ¿Por qué debería entonces poner ese Don que pretende diferenciarnos desde antes de salir de la cuna?
Cuídate de sus portadores. A menudo no les verás venir, así que fíjate en su embustera condescendencia, en su mirada ausente, en esa falsa humildad que reviste su obeso egocentrismo. En mi caso, una de las señales que me puso sobre aviso, fue cómo dejó caer sobre la mesa una tarjeta con su contacto a otro comensal. Me recordó a esos obispos que desde sus carruajes tiraban con desdén al suelo una limosna a los mendigos. Quiero pensar que si fuese pobre, preferiría un euro en mano a diez que dejen caer sobre sus pies.
Este miércoles no es para ellos, es para que analices el embrujo que estas personalidades ejercen sobre ti. A mucha buena gente le gusta agradar, cuidar, mimar, y no se dan cuenta que estos vampiros necesitan de su sangre. Si tu trabajo consiste en limpiar letrinas en las gasolineras y te encuentras por los pasillos a Felipe VI, salúdale efusivamente, dale unos besos y elogia las virtudes que creas que tenga, pero hazte un favor y no le llames Don Felipe. Sólo se diferencia de ti en que él es un rey, tiene en común contigo todo lo demás: es humano.
Los Don son las madres de la servidumbre, y por tanto la servidumbre es el combustible de la tiranía.
Don Pedro necesita que alguien le sujete el espejo dónde a él le gusta retozar viéndose reflejado, no pongas tu felicidad en sujetar esos espejos, no pongas tu valor en el leve gesto de aprobación que obtienes de vuelta cuando su mano se apoya sobre ti. “Eres grande porque me sirves” – te dice Doña soberbia. Ese es su juego, hacerte sentir importante alzándose sobre tu espalada inclinada. “No hubiese llegado tan alto si no hubieses dejado que te pisase. Gracias amigo, formas parte de algo grande que te trasciende”, así es como estas personas devoran a los hambrientos. Ojalá cuando te la encuentres le contestes: “No Doña, no soy ni grande ni pequeño. Soy. Como tú. Como todos. No gastes fuerzas en apoyarte en mí para sacar el hocico por encima del resto. No quiero ver por encima del muro a través de tus ojos, prefiero mirar el muro de frente llegado el caso con los míos propios”.
Justo es dejar lugar a la réplica, así que si Don Pedro quisiese hacer las siguientes palabras suyas no sería yo quién le contradijese: “muy soberbio hay que ser para hablar con tanta ligereza de la soberbia, y sólo a un soberbio le molestaría tanto la soberbia ajena como para dedicarle un texto tan encendido”.
Porque el gran peligro de la soberbia no es su habilidad para engañar al resto, sino su sublime destreza para pasar desapercibida a uno mismo.
Con permiso del viento.