“Aquello que merece la pena se llega por caminos largos y a menudo incómodos”. Nadie que lea esta frase tendrá grandes objeciones: lo que dan las cosas es proporcional al coste por conseguirlas, tanto reciben tanto te devuelven, etc, etc. Es ésta una idea que manejan hasta los niños de primaria, no hace falta ser un lumbreras ni doctor en psicología para tener acceso a ella, pero una cosa son los diez segundos que has tardado en leerla, y otra las miles, sí, miles de horas que requiere llevarla a cabo. Alcanzar un logro profesional, alcanzar el top of the top del sentido existencial viendo a tus hijos desenvolverse por la vida, superar una marca deportiva, hacer el viaje de tus sueños o mantener relaciones interpersonales durante cincuenta años, cualquiera de estos proyectos requiere una carga de trabajo maratoniana.
Ninguna meta, por mucho que brille, sale a cuenta si alcanzarla requiere pasar por cientos y cientos de días grises, lo que nos lleva a la segunda lección de primaria: “Tan o más importante es el camino como el final”. Nada que objetar tampoco al respecto por supuesto, pero hasta al más acérrimo correcaminos se le hace a veces tedioso el trayecto. Quiero dedicar este miércoles a insuflarte ánimo para esos días que el sopor de la cotidianidad se vuelve asfixiante: el mismo camino al trabajo, los mismo procesos mecánicos en la oficina, la misma rutina familiar, las mismas conversaciones con los amigos; todo es tan parecido, y las luces de colores y los fuegos artificiales parece que nunca llegan.
El paseo es agradable, pero después de tanto esfuerzo, de tanto tiempo dedicado, deseas que haya un día especial, distinto a los demás. Es un camino solitario, dónde tus llamamientos a menudo no encuentran eco, normal que te plantees parar o retroceder, pero cuando llegues, y llegarás, no tendrás duda de que cada paso dado, cada incertidumbre arrastrada, cada sopor vencido, habrá merecido la pena. Ya hemos dicho que no hay meta que valga la pena si sufrimos por el camino, has de ser capaz de convertir ese esfuerzo en un aliciente para que tanto te realice el ir como el llegar, pero también hay que aceptar, y cualquier maratoniano te lo reconocerá, que hay momentos donde se flaquea y aguantar ya es de por sí un triunfo. Sigue así, vas bien. Los pequeños avituallamientos del día a día son recibidos con alegría, pero si sigues corriendo, cada cierto tiempo, al dar la vuelta a la esquina y cuando menos te lo esperes, experimentarás una plenitud que otorgará un sentido al esfuerzo inimaginable hasta entonces. A un día de excelencia se llega después de mil días anónimos.
Y por favor, no me seas tan miserable de no saber disfrutar de esos días especiales al considerar que aún no ha llegado el momento. Tan mal hacen las personas que quieren vivir cada día de su vida como si fuese el último, como aquellas otras que esperan al último día de su vida para sacar el champán. Hay gente que nunca cree que haya ahorrado lo suficiente, destacado profesionalmente lo suficiente, tener la salud suficiente o mantener lo suficientemente a salvo a sus hijos, de manera que no hacen viajes especiales porque aun tienen hipoteca, no se felicitan profesionalmente porque aún hay metas por alcanzar o no ríen a carcajadas porque siempre puede haber alguna desgracia acechando a su familia.
No confundamos disciplina y racionamiento con austeridad manchega de la pos guerra. A mi entender las personas que viven en una sociedad de bienestar como si fuesen moribundos no rinden tributo a quiénes no les quedó más remedio que vivir en la precariedad, de hecho creo que si les pudiésemos preguntar a estos últimos, estarían ofendidos de que hoy algunos vivan con las manos vacías mientras sus bolsillos están llenos.
Con permiso del viento.