El Hummer, es la madre de todos los todoterrenos. En sus orígenes lo usaban los americanos en la guerra, para acabar siendo un símbolo de poder en las cotidianas contiendas de la ciudad. ¿Para qué quiere un madrileño un Hummer en el Paseo de la Castellana? Pues podría pensarse que para lo mismo que poner una terraza de chill out en las calles de Alepo. Pues no. En apariencia ambas opciones no son sólo una estupidez, sino una hazaña baldía. Nada más lejos de la realidad. No se trata de lo absurdo de dar margaritas en Siria mientras caen bombas, sino que eres el único que ha podido hacerlo.
El Hummer es el coche de los triunfadores. Sentado en mi tanque contemplo al resto de seres desde las alturas. No niego mi semejanza con ellos, pero desde
aquí arriba no puedo más que asombrarme de las sutiles pero definitivas diferencias que mantengo con los de allí abajo. Coronar esta posición no ha sido fácil, y a menudo he sacrificado mi tiempo, mis relaciones humanas, mi ocio e incluso mi salud para llegar aquí. No es este el problema. Esforzarse por alcanzar metas difíciles. Ni mucho menos. El problema, es que soy esclavo del combustible. Cuando me idolatran por el trabajo realizado, ensimismado en mi propia sexualidad mientras contemplo mi cuenta bancaría, o cuando me cae una lágrima al contemplar mi cuerpo esculpido por Miguel Ángel, me siento pletórico, como cuando lleno el tanque de combustible de mi Hummer. Pero estas fortalezas que se deslizan por el asfalto son insaciables, y al poco de moverse, de recibir el halago, la aguja vuelve a marcar la reserva. Inexorablemente.
Los todoterrenos consumen mucho, lo que te obliga a estar pendiente en todo momento de la siguiente área de servicio. Eso mismo les pasa a muchos triunfadores, que temen quedarse en la cuneta. Se pasan más tiempo llenando el depósito que conduciendo su coche. Sí, ahí arriba el aire está menos viciado que aquí abajo, pero su viaje acaba siendo una constante peregrinación entre gasolinera y gasolinera. Qué caro y cansado, además de caduco, es sentirse especial a los demás. Y con todo, si le meten chorros de gasolina con tres mangueras a la vez, en meses, cuando no en semanas o días, otra vez la sensación de vacío; el pánico de quedarse parados. Sin combustible.
Tu combustible es tu propio placer.
La frase es bonita, no vamos a negarlo, y si quisiese quedar como un tipo elegante debería dejarlo aquí. Pero para mi gozo y mi pesar, mi carácter está más surcado por la realidad que por la estética. Quizás esa bienaventurada frase valga en otro lugar, en otro momento, pero no en el competitivo Occidente del siglo XXI.
Dicho esto, igual estaría bien que en el garaje de tu casa durmiese un todoterreno para fardar, un coche para avanzar y asentar, una moto para disfrutar, y una bicicleta para pasear.
Estos altivos todoterrenos que nos prometen tocar el culo a Dios con el cogote, nos obligan a levantarnos sobre el rabo del demonio.
Con permiso del viento.