No me costaría nada, todo lo contrario, mantener durante estas fiestas la buena costumbre de charlar un rato con vosotros los miércoles. Si no voy a hacerlo es porque es importante dejar las cosas estar. Nos cuidamos mucho cuando educamos a nuestros hijos de instaurarles la virtud de la medida: con los dibujos de la tele, el tiempo delante de sus ordenadores, las golosinas, el chocolate, las horas que hay que dormir, pero luego de adultos nos cuesta mucho aplicarnos la lección. Cuando algo nos gusta, y si es de fácil acceso, solemos consumirlo sin medida, ya sea bajarnos música en internet, fumar, ver series en nuestro ordenador o pasar tiempo con las personas que apreciamos. Como le pasa a los niños cuando están jugando cinco horas seguidas, siete días a la semana, con el mismo juguete y el mismo bocata de nocilla, acabamos teniendo esa cara de marmota adormecida que queda muy lejos de la ilusión inicial con la que empezamos a jugar.
Los niños tienen la suerte de tener padres que les regulan y velan por sus intereses, imponiendo unas restricciones que aunque el niño siempre rechista, son cruciales para mantener ese equilibrio que precisan los placeres para seguir dando alegrías. Los adultos no necesitan padres que los vigilen, deben ser ellos mismos quienes se regulen, y la verdad, es que nos cuesta mucho distribuir los placeres a lo largo del tiempo. En esta sociedad de tenerlo todo y ya, en la que afortunada y desgraciadamente es posible tenerlo casi todo y ya, nos cuesta mucho dejar de hacer cosas que nos gustan si no hay ningún motivo exterior que nos impida seguir haciéndolas. Es todo de tan fácil accesibilidad que ya no echamos de menos, y qué duda cabe que echar de menos es uno de los motores que mantienen engrasada la máquina del placer: hay que echar de menos a nuestros amigos y familiares, a nuestros trabajos, a nuestras ciudades y aficiones, y la mejor manera de conseguirlo es tomando distancia de todos ellos. Si hacemos esto de vez en cuando y nos tomamos cada cierto tiempo “excedencias vitales”, igual conseguimos no saturarnos hasta el punto que un día acabemos hasta el gorro de hacer siempre lo mismo con los mismos. Para ser congruente con esto que estamos hablando, me tomo esa excedencia por los dos y dejo por unos días tu grata compañía para recuperarla después de las fiestas.
Cómo nunca antes he pasado por unas navidades, he buscado en el libro algún capítulo que pudiese cuadrar con las fechas y he encontrado el siguiente:
Me gustan los símbolos.
Me gusta que una pareja de enamorados dedique un día a cantar su amor a sus amigos y familiares, aunque un año después el peso de la rutina o la ligereza de una aventura acaben con su relación.
Me gusta que la gente celebre su cumpleaños, recordando el tiempo que ha transcurrido desde que recibió el más puro de los regalos. Tan bien me gusta que la gente me felicite, aunque alguno esté deseando que me vaya a criar malvas para disfrutar de mi herencia o de mi mujer.
Me gustan las navidades, no por el consumismo, la obligación de ser felices o el culto a dioses apadrinados por los miedos, sino porque el ladrón roba menos y el generosos da más, aunque pocos días después todos volvamos a ser ladrones.
Me gusta que las mujeres vengan vestidas para poder desnudarlas. Me gustan los preámbulos de seda que adornan la penetración.
Me gusta la cortesía: el “usted primero”, el “gracias” y el “de nada”. Me gusta el “que tengas un buen día”, el “me alegro de verte” y el “por favor”.
Los símbolos tan bien son fieles devotos de la hipocresía, de la lealtad irracional a la costumbre. Cierto. Y aún con eso me siguen gustando.
Dar un euro a los pobres de pascuas a ramos es un símbolo, como llamar a un amigo sólo el día de su cumpleaños o decir te quiero delante de una puesta de sol. Los símbolos no lo son todo. No pueden serlo. ¿Pero porqué no permitir que sean una parte del todo?
Espero que puedas, y sepas, disfrutar de la emotividad que existe más allá del comercial símbolo de la navidad.
Con permiso del viento.