El gesto

Comprendo tu miedo a la muerte.

Comprendo que te afecte tanto a tenor de la peligrosidad de este virus.

Comprendo lo mal que lo llevas teniendo en cuenta que esta sociedad está más deshabituada que nunca a ella: la mortalidad infantil es testimonial, los hombres de setenta años juagan al pádel antes de tomarse una mariscada y las octogenarias ponen a punto sus vibradores.

Comprendo que te impresione un difunto ahora que los velatorios no son como los de antes, que el cuerpo permanecía en la casa tres días y luego se le acompañaba en lento peregrinar por las calles del pueblo. Por no tener contacto con la muerte, ni oímos morir los animales que comemos.

Comprendo tu miedo a la muerte ahora que las guerras no dejan cuerpos inertes y maltrechos a las puertas de tu casa, los 8.500 niños diarios que mata la hambruna caducan en otro continente, o la mayoría de los 75.000.000 que han palmado por sida eran negros transparentes a nuestra arbitraria mirada.

Comprendo que tengas pánico al dolor ahora que podemos chutarnos morfina para una caries. No, no quiero hacer desaparecer los analgésicos, sólo digo que su presencia hace más dolorosa la existencia del dolor cuando este no puede esquivarse.

Comprendo que dadas estas circunstancias, se gasten bromas que habrían parecido un descojone a cualquier humano que haya pisado la tierra hasta hace cien años, como qué digamos que alguien que ha muerto con sesenta años era joven. ¿Joven? Entonces yo con cuarenta y tres años que tengo, ¿el pubis imberbe?

Comprendo que el salto ha sido demasiado grande. De pasar de vivir en las praderas de Heidi a escuchar, todos los santos días, a todas horas, desde hace sesenta días, hablar de los muertos diarios, los que habrá, los que hay en otros países, bueno, más exacto aún, los que hay en cada uno de los países de este mundo, del dolor de los muertos y sus allegados, incluso del dolor de los médicos atendiendo a los muertos jóvenes, es un salto que no puede por más que hacernos perder la referencia y parte de la cordura.

Comprendo que caigas en el error de creer que hay niveles de muertes como modelos de Mercedes. Ahora está la muerte por Covid-19, la jefa de las muertes, reina de reinas y luego, las demás. Ni morirse escapa a las modas, para regocijo de los publicistas y periodistas. La gran faena de morir solo y rápido, parece habernos hecho olvidar que morir de cáncer de huesos sufriendo unos dolores infernales durante un año tampoco es que suene a balneario en Budapest. Desde que puedes morir por Covid ya no duele que te digan que en un año el Alzheimer te borrará el rostro de tu hijo de la memoria o un ataque al corazón te arrebatará despedirte de tus seres queridos. No, no es una competición, cada uno preferirá morir de una u otra forma, pero desde luego tu obsesión por evitar morir por este virus no está justificada. Comprendo que hayas olvidado que la putada es morir, más que cómo hacerlo.

Comprendo que caigas en la trampa de pensar que morir dentro de veinte años sería más llevadero. Eso es lo que dicen los de veinte de los carcamales de cuarenta, con sus canas en los huevos, sus trabajos y sus familias. Los de cuarenta, por su parte, sin parecerles un buen trato morir a los sesenta, consideran que a esa edad, dónde uno ya ha visto crecer a sus hijos, sin ser plato de buen gusto, sería más llevadero. Pero cuando llegas a los sesenta, te parece una cabronada que después de una vida trabajando y sacando una familia adelante, te corten el grifo ahora que tantos manjares tienes que llevarte a la boca. Sí, con ochenta años el cansancio le hace a uno enfrentarse a la muerte con menos pereza, pero es que cuando uno es feliz, nunca le viene bien morirse, sea cuál sea la edad que tengas. La salud o, la ausencia de ella, es lo que marca que a uno le parezca pronto o tarde morirse.

Por todo esto, comprendo que se te esté yendo de las manos eso de las medidas de protección y con treinta años vayas por una calle desierta paseando al perro con el Ferrari de las mascarillas puesta. O que te laves las manos dentro de casa cuando te las habías lavado hace una hora.
No quiero que me hables de las noventa y nueve veces que, a tus ojos, están justificadas las medidas que tomas, quiero que hablemos de esa vez, esa única vez, que tú mismo reconoces que esa medida es excesiva. Ese gesto que aún sabiendo que es irracional, no puedes evitar hacerlo. Ese gesto engendrado por afirmaciones como “No vaya a ser qué…”, “Sí sé que no, pero y sí…”.
No te digo que no tomes las medidas que nos recomiendan los científicos. Sabes que no hablo de eso. De hecho, sabes perfectamente a qué me refiero. Hablo de ese lavado de manos que sobra. Ese gesto, ese insignificante gesto, es el abrazo de un niño a su madre buscando que le salve de todos los fantasmas. Es la sábana con la que se cubre para protegerse de monstruos de hierro. Ese gesto es el que te aleja de aceptar la muerte, a través de esa falacia de creer que podemos tener el control absoluto de algo. Eliminar los ángulos muertos.
Es natural aplazar aquello que tememos, pero urge que te ocupes de este asunto ya. Lo siento, vas a morir. “¡No, moriré mañana!” Cielo, pero es que a su debido tiempo mañana será hoy. Ojalá cuando te toque no te venga bien. Significará que estás disfrutando de tu vida. Aleja la muerte hasta dónde puedas hacerlo, pero si no te acostumbras a vivir con ella, cuando su sombra haga el menor amago de presencia, te bloquearás. “¿Cómo lo hago?” Ya te lo he dicho, la clave está en ese gesto. Ese gesto será el que te haga si no matar, al menos herir al miedo.
Al principio he expuesto un largo listado de motivos por los que te comprendo, ¿podrás comprenderme tú en esto?
Recuerda, no te pido que dejes de hacer las noventa y nueve cosas que quieres hacer, te pido que dejes de hacer esa que una parte de ti duda de sí debería hacerse, pero por intentar eliminar la incertidumbre, haces.

PD: Si no estás de acuerdo con el texto de hoy podrás decírmelo a la cara. Me agradará charlar contigo. Te será fácil reconocerme. Soy el hombre que salvo cuando va a trabajar, normalmente baja a la calle sin teléfono móvil, juega en el parque con sus hijos sin mascarilla, y en las bicicletas de sus pequeños de cinco y diez años no hay cascos colgando del manillar. Cuando hagan piruetas que puedan matarles, no romperse un brazo o hacerse una brecha, les animaré a ponérselo.
Nada temo más en este mundo que perderlos, pero mi temor, por poderoso que sea, no puede alterar las leyes de la estadística. La probabilidad de que un niño se mate montando en bicicleta haciendo el cabra que corresponde al ímpetu de su juventud, es ridícula. La sociedad no deja pasar la ocasión a través de los telediarios, de hacernos saber cuándo se ha dado una desgracia. Por inusual que sea. ¿Cuántas veces hemos oído que un niño ha muerto montando en bicicleta o patinete? Mueren, claro, pero lo horrible de un suceso no hace más probable su aparición. Y aún sabiendo esto, una parte de mí, procedente de los instintos más primarios, querría meterles dentro de un traje de astronauta y mandarles a la luna a flotar en la dulce ingravidez dónde nada ni nadie pueda lastimarles. No ponerles el casco, es mi gesto…

Reverso.