Moral de pladur

La idea que vamos a abordar hoy surge de algo que recuerdo me sucedió de joven. Iba andando por la calle y saqué un chicle de mi pantalón. Tras meterme la goma en las fauces hice una pelotita con el envoltorio y cuál jugador de la NBA, prefiero ese símil que el de tirador de balas de Jara y Sedal, la lancé a la papelera. Era un tiro sencillo, con muchas más posibilidades reales de acertar que de fallar dada la cercanía de mi improvisada canasta, pero el papel rebotó en el borde del oscuro abismo que formaba su obertura y cayó al suelo. Consideré que mi intención por ser cívico y mantener la ciudad limpia fue honesta, y que ese ente abstracto con el que caminaba, llamémosle Dios, moral, o como cada uno quiera, no me privaría de mi bonus de pasar la eternidad con cinco ángeles que me agasajarían con inconfesables placeres carnales e incontables cariños maternales. Sí, podría haberme agachado a recoger el papel y haberlo metido directamente en la papelera, pero ese sobreesfuerzo me parecía excesivo y yo tampoco quería pasar el purgatorio con sobresaliente en moral. Mi intención era loable, y con eso era suficiente.
Es más importante esforzarse que lograrlo. Intentarlo, si es con tesón y paciencia, es una recompensa en sí misma. Esto es cierto cuando la meta contiene cabos ajenos a nuestras manos. ¿Alguien con síndrome de Down que se esfuerza mucho acabará siendo piloto de Iberia? ¿Existe una manera mágica de asegurarte que tu pareja te quiera y no te abandone? ¿Puedes acabar con el hambre en el mundo? La respuesta es no, e intentarlo con determinación es lo único que se te puede pedir. ¿Puedes reciclar los plásticos, beber menos alcohol, reducir el estrés en el trabajo, ser menos cascarrabias o meter el papel en la basura? La respuesta es sí.

Creo que sé lo que me pasó con ese papel. Que ya serían varios papeles y varias cosas. Al igual que cuando oía la puerta de la calle, que abría el libro de historia para que mis padres al entrar en la habitación no sólo no me regañasen, sino que me felicitasen, ser cívico era algo que hacer para no ganarme el reproche de terceros, fuesen estos terrenales o ficticios. La moral impuesta, aquella que me lleva a comportarme de una forma determinada delante del público, es una moral enferma. Una moral de pladur que embellece a las personas pero que a poco que te apoyes se derrumba. Me temo, que los adultos estamos construyendo una sociedad con muros huecos. Es la época de aparentar, de hacer lo mínimo para criticar lo máximo. Nadie queremos que salga en internet una foto nuestra tirando una colilla al suelo. Es curioso, nadie tira basura al suelo, pero el suelo está sucio, eso es la moral de pladur.

Al infierno con los padres que temes que te castiguen si no estudias, al infierno con la vecina del quinto que te llamará la atención si escupes al suelo, al infierno con los dioses de aburrida vida que no tienen nada mejor que hacer que cotillear la tuya y señalarte con su dedito al menor descuido que cometes, no debes cuentas a ninguno de ellos, no necesitas su bendición para estar en paz contigo mismo. Si no recoges ese papel del suelo seguirás siendo una persona valiosa, más o menos guarra, pero digna a fin de cuentas.
No recojas el papel por otros, hazlo por ti. Más allá de tener tu “ciudad limpia”, de cuidar del prójimo y lo que te rodea, alguien que no se agacha a coger ese papel está dejando que le venza la pereza, muestra un desencanto vital de quién da las cosas por perdidas, vive a mínimos, sólo actuando cuando tiene público que le aplauda o abuchee. No recojas ese papel para salvar al mundo si no quieres, hazlo porque aquellos que tienen una existencia comprometida se sienten realizados y les resulta menos difícil encontrar sentido a su vida.

¿Quieres deshacerte de tu moral de pladur? Tira el papel al suelo cuando haya alguien cerca que pueda criticarte, recógelo cuando nadie pueda verte.

El rumor del olvido.