Hoy es un día importante. Estoy con mis hijos viendo E.T. en el cine. Esta es una de las primeras películas, diría la primera, que vi en el cine. Me impresionó mucho. No pretendo que tenga el mismo impacto en ellos. Tendrían que verla tomando un helado llaollao en Marte para que les dejase una impronta parecida.
Steven Spielberg no es un maestro, es un genio. Cada fotograma de esa película lo avalan. Quizás lo que más agradezco de esa película, es la lección que da a los espectadores del uso del tiempo. El latir de la trama es sosegado, y aún con todo, estás atrapado en todo momento. En 1982, el TODO Y YA, no se devoraba tan bulímicamente como ahora. La medida, el ritmo y el momento eran virtudes a perseguir. Lástima que en aquella época Steven Spielberg no dirigiera una película erótica, estaría hoy en día entre mis films preferidos.
Sin renegar de las encantadoras ventajas de la tecnología en la actualidad, ver a un grupo de críos haciendo el cafre con sus bicicletas ha sido algo sumamente revitalizador. No paran para grabarse, no sacan tableta para la foto, no se hacen selfies con sus móviles, tan solo pedalean, ríen y se la juegan con la misma fuerza que la vida bulle en la juventud. 2021 puede ser una época muy buena, tan solo hay que meter el teléfono en la mochila y no sacarlo durante la hora que pedalees tu bicicleta. Por cierto, los chavales van sin casco. Hoy en día nos ponemos el casco con demasiada facilidad, porque nos acojonan los riesgos con la misma facilidad.
Otra lección no por obvia últimamente menos olvidada, es qué si los móviles no pueden sustituir a las bicicletas, tampoco los televisores a los cines.
Y con todo, la gran lección de ese día fue el entusiasmo. En un momento dado de la trama, en el que E.T., dado por muerto, resucita haciendo brillar su corazón, una espectadora levanta los brazos en medio de la sala y se pone a dar palmas de alegría. Aunque estaba oscuro, la eché unos cincuenta años. Con esa edad, ya estaría aburrida de llevar trabajando unas cuantas decenas de años en lo mismo, le habrían puesto o habría puesto los cuernos, habría enterrado algunos seres muy queridos, iba siendo indefensa testigo de la caída del paso del tiempo sobre su piel, una y mil preocupaciones derivadas de sus hijos la quitarían el sueño, y aún con todo, ahí estaba alzando esos brazos como si la ilusión fuese una fuerza que no podía ser aplacada por la perseverante cotidianidad. La envidie. La admiré. Qué maravilla ver como el entusiasmo se elevaba sobre el cogote de la austera madurez.
A veces, hay que dejar atrás miedos, problemas y timideces, y permitirnos que la despreocupada brisa del entusiasmo nos lleve por ese mundo de colores que navegábamos de niños.
Cabe la posibilidad, que cuando la película acabó y las luces se encendieron, mi entusiasta mujer de cincuenta años se convirtiera en una histriónica niña de trece años que no dejó de hacer el payaso a pie de pantalla. Bueno, tienes que decidir si E.T. es un muñeco hecho de cartón, o un extraterrestre que hace volar a Eliot en su bicicleta. ¿Será mi maestro de hoy real, o de ficción? No creo que importe. Lo que único que puedo asegurarte es que cuando E.T. se montó en su nave espacial y regresó a su casa bajo la atenta mirada de su amigo terrestre, todo el cine rompió en aplausos. Teniendo en cuenta lo difícil que es últimamente toparse con esa muestra de entusiasmo en una sala de cine, lo más probable es que todo lo que pasó esa tarde fuese un sueño de Steven Spielberg vivido por un puñado de niños con hipoteca, barriga y tetas caídas.
R.R.R.

Los carcamales de más de cuarenta años no solo podemos entusiasmarnos, debemos entusiasmarnos. Para los jóvenes es un placer, en nosotros es una necesidad.