Hace unos días Google me envió una notificación. Me señalaba todos los lugares dónde había estado los últimos tres años. Me encanta viajar, es mi vicio confesado que mantiene a raya otros vicios inconfesables, por lo que me salían un montón de ciudades y países, más de los que hubiera podido imaginar. No quería entrar en el mensaje, pero el diablo ya se encarga de lustrar la manzana para que sea irresistible darle un bocado. Probablemente, Google ya sepa de antemano que mis búsquedas son casi siempre asociadas a viajes. De ahí, su certero dardo envenenado, del que no puedo culpar a otro de hacer diana que a mí mismo. Pinché el mensaje, y ahí estaba toda esa información con sus luces de neón. Kilómetros recorridos, restaurantes, paseos por preciosas calles de Europa, atardeceres en bellas montañas y, cada lugar acompañado de una fotito. Me encantó verlo, pero como no me gusta hacer pactos con el diablo, si quiero pecar ya soy yo mi propio diablo, estaré bastante tiempo sin volver a comerme ese tipo de manzanas. Por cierto, Google me avisaba amablemente que si quería podía configurar mi cuenta para no recibir ese tipo de mensajes. ¿Cuándo narices di yo permiso para tal cosa? Supongo que en alguna de las cientos de veces que doy a «aceptar», para poder seguir navegando.
El caso, es que comerme esa apetitosa manzana sacada del bolsillo de Willy Fog, además de emocionarme, me sirvió para pensar las siguientes palabras…
Temo una vida sin sorpresas. Predecible.
Temo que alguien me diga cuál va a ser el regalo de mi cumpleaños.
Temo que el parte meteorológico sea tan preciso que sepa en qué minuto exacto dejará de llover.
Temo que mi móvil me mande un gráfico pulcramente detallado de dónde he estado el último mes. Como si fuese un muñeco de un videojuego cuyas libertades poseen un patrón que puede ser estudiado, desmenuzado y controlado.
Temo que en aras de la seguridad un tercero haga uso de nuestros gráficos.
Temo lo que para ese tercero signifique la palabra seguridad. Controlar quién entra en los restaurantes dónde se devora carne, ¿será para un vegano una medida justificada en la premisa de un bien mayor? Bajo el mismo criterio, ¿Querrá saber el cazador quién ha acudido a una manifestación animalista?
Temo que el miedo crezca tanto en mí que no me importe ceder mi libertad a cambio de protección.
Temo que el making-of de una película me descubra que Superman no puede volar.
Temo que exista un manual que explique paso por paso como debo follar y, cómo deben follarme.
Temo que un amigo me enseñe demasiadas fotos de un viaje que quiero hacer.
Temo como gigante de carcajada de hojalata, que me obliguen a llevar conmigo unos grilletes con un teléfono móvil al final de la cadena. No quiero saber dónde he estado cada puto minuto, cada puta hora, cada puto día de mi vida…
Quiero que el caos tenga cabida en mi vida, aún cuando este pueda dañarme.
Prefiero ese bofetón al de la desidia que hay tras el orden.
Quiero espontaneidad.
Quiero que una parte de mí siga creyendo en los Reyes Magos. Si conozco el itinerario de mis padres a través de su móvil les descubriré y la realidad colonizará esa pequeña esquina dónde aún residía la fantasía.
Quiero que la gente tenga la oportunidad de engañarme esquivando el “ojo de red” que todo lo ve. Sólo así sabré si me son fieles por decisión o por imposición.
Quiero ver un partido de tenis o una carrera de fórmula uno y desconocer las estadística que en el minuto uno me revelan quién ganará dos horas después.
Quiero que la gente se pueda equivocar, para poder decidir si darles otra oportunidad.
Quiero una vida dónde la épica tenga cabida, algo sólo posible si esta no es previsible.
Quiero ser libre, más aún que estar vivo.
Quiero una vida con sorpresas…
Reverso.