Cuarentena. Capítulo 21

     4-04-2020

     —Buenos días Mateo.
    —Buenos días.
    —Menudo desayuno.
    —Te ofrecería, pero este bicho está acabando con las buenas costumbres.
    —Esperemos que también acabe con las malas.
    —Ya ya, pero a mí me molesta que acabe con las buenas. Las hay infinitamente más que malas.
    —Estás de broma.
    —Te lo parezco.
    Mateo se quedó mirando a Clara con la tostada en la mano. Su rostro era recio, como un hombre de campo, una mujer gallega viuda de marinero, o un niño nacido en la posguerra. De estas tres posibilidades, su carné de identidad le colocaba sin rechistar en la tercera opción. Sus manos fuertes, daban miedo. Harían retroceder incluso a un joven karateca. Todo en él transmitía la esencia de un viejo rinoceronte gris. Si se veía obligado a envestir, lo haría con la vitalidad de un río del Yukón, aunque poco después pereciese por el esfuerzo. La edad le había robado la resistencia, no el ímpetu. Sus ojos, azules, pequeños y almendrados, adquirían relevancia gracias a unas enormes cejas negras que contrastaban con su pelo ya albino de tantos inviernos que habían recibido. Orejas, labios, nariz, mofletes, todo había sucumbido primero al agrandamiento, después a la gravedad.
    —Clara, sabes lo que nos pasa a los humanos, que somos muy tontos.
    —Tontos del culo.
    —Sí, tontos del culo. Pero del culo de mi abuela, que cuando era niño y se sentaba a mi lado en el sofá, temía fuese engullido.
    —Qué exagerado.
    —Hoy sí, entonces no. Los niños tienen una percepción muy particular de la realidad. Todo es enormemente grande y ridículamente pequeño. La vida de niño es un surrealista cuadro de Picasso.
    —No recuerdo que la humanidad tega tan buenos hábitos cómo dices.
    —Tardaría tanto en enumerarlos que se me enfriarían esta y mil tostadas más.
    —Te veo muy optimista.
    —Ya sabes por qué —en clara alusión a sus visitas nocturnas al Retiro, para alimentar a sus amigos los gatos con los restos de su mujer.
    Clara calló. No supo muy bien que postura tomar respecto a ese comentario.
    —¿Sabes, chiquilla, porqué no recuerdas esos buenos hábitos que teníamos?
    —Por qué.
    —Ya te lo he dicho. Porque somos tontos —sentenció antes de morder la tostada—. Los humanos, que son tontos, cuando van con su coche buscando sitio para aparcar y tardan una hora en hacerlo, se tiran después diez minutos protestando de Madrid, su saturación automovilística, los precios de los parking, la superpoblación y, en general, de su mala suerte y del asco que da todo. En cambio, el día que la suerte les acompaña y aparcan a la primera, ¿sabes cuánto tiempo dedican a alegrarse por su dicha?
    —¿Cuánto?
    —¡Nada! A lo sumo, una frase breve y escueta: “Qué suerte”. ¡Pam, y se olvidan! ¿Ves como somos tontos? Nosotros, sí, nosotros, no es ninguna obligación divina ni genética, regamos las desgracias y secamos las alegrías. —La felicidad no da titulares.
    —Eso parece. El problema es que este desajuste dónde un metro es mucho o poco depende de si va en la dirección buena o mala, se produce de forma generalizada. Se da en nuestro presente, pero también en cómo miramos el pasado y el futuro. Y cómo mirar adelante y atrás se hace desde el ahora, el presente está contaminado.
    —Pues va a ser verdad que somos muy tontos.
    —Si lloras más por las penas que sonríes por las alegrías, no te quepa duda chiquilla. Tengamos cuidado estos días, que mires dónde mires, nos dicen que la humanidad siempre ha tardado dos horas en aparcar el coche.
 

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reverso.