Madrid (4)

Los dos textos de hoy hablan sobre el agradecimiento y la memoria.

El primero nos llama la atención sobre lo difícil que es ver aquello que se nos muestra inalterable frente a nosotros. Una verdadera lástima, porque, a menudo, ponemos frente a nuestras narices aquello que más amamos y, es precisamente al tenerlo tan a mano, que lo dejamos de valorar. Nuestra mirada se acostumbra hasta el punto que deja de existir. Nos pasa con nuestros seres queridos, con nuestro cuerpo, nuestra felicidad y como no, con nuestra ciudad.

«…El paseo se volvió de repente sumamente revitalizador, el viento dejó atrás sombras e inquietudes y la sensación de libertad pedaleando me inundó de un súbito júbilo. Nunca fui un gran enamorado de mi ciudad, lo que no quiere decir que no la disfrutase, pero a diferencia del orgullo patriótico que mostraban otros por su país, ciudad, pueblo o aldea, yo apenas reparaba en ella. Hasta ese día. La cotidianidad tiene estas lindezas: dejas de ver la belleza con la que convives. Ya que también te ahorra la fealdad cuando esta se vuelve persistente, la cotidianeidad no debería caerme mal, lo que da por lo que quita, pero a mí me parece una santa cabronada que no acorte los pesares y alargue los placeres.
Mientras avanzaba por la calle de Bailén, la Plaza de la Paja o el mercado de San Miguel, uno y mil recuerdos venían a mi cabeza. Todo el mundo debería irse una larga temporada de su ciudad. Si lo hiciesen también del trabajo, de su familia y de su pareja, cuando volviesen se darían cuenta que lo que experimentaban no era desencanto, sino agotamiento, agotamiento al comprobar que el hoy se parece tanto al ayer como no se diferencia mucho del mañana. Una verdadera lástima que las personas vivamos a medio pulmón. Si cogiésemos aire más de vez en cuando los muros nos parecerían menos estrechos y más frescos…».

El lector suele preguntarse que hay del escritor en sus libros. Las ciudades son nuestras porque las hacemos nuestras, nuestras vivencias van formando las paredes de la ciudad a través de nuestros recuerdos. Este pasaje del libro Reverso que comparto contigo a continuación, aconteció exactamente tal cual está escrito, formando parte de la extensa biografía que forma mi Madrid. Espero que su lectura te anime a repasar los muros emocionales con los que has levantado tu propia ciudad.

“…Bajando por la calle Atocha, unas luces a mi derecha despertaron mi memoria. Tendría unos catorce años cuando el guarda jurado del polideportivo de la casa de mis padres, nos cogió a mí y a un amigo y, nos llevó en su Renault Clio gris oscuro de volante de cuero y no sé cuantas válvulas, al sex shop por el que en ese momento pasaba con la bicicleta. El solo hecho de montarnos en un coche con un tío de veinte años, de noche y a escondidas, era un aventura épica en sí misma, pero si a lo mejor veíamos el chocho a una mujer, guau, no podíamos de la excitación. Con esa edad la palabra chocho nos volvía locos y andábamos siempre con ella a cuestas. Ni dinero, ni viajes, ni regalos de Reyes o cumpleaños, queríamos un chocho en nuestras vidas, aunque no supiésemos muy bien qué hacer con él. Entramos en el local como auténticos pardillos; seguramente mi colega y yo estirábamos el cuello para parecer más mayores. Al final de un pasillo estaban las cabinas. Nuestro mentor nos dio dinero; éramos jóvenes y no teníamos ni un chavo. Muy enrollado el vigilante, ahora que lo pienso, llevándonos en su coche y pagándonos la atracción. Creo que lo hizo por pena. Debimos decirle que nunca habíamos visto a una tía de carne y hueso en pelotas y quiso hacer una buena obra. Y porque pocas veces en su vida se habrá sentido tan idolatrado como esa noche por nosotros. Unas ocho cabinas con el suelo pegajoso daban, a través de grandes cristales, esperemos que tintados, a un escenario común. Y allí estaba una sirena como su madre la trajo al mundo, mostrando sin pudor el esplendor de su cuerpo. Fíjate tú qué sirena sería, una pobre prostituta de tres al cuarto en un cuchitril miserable como ese, pero cuando la peana giratoria la colocó frente a mí y sus piernas se abrieron como bisagras enceradas, me quedé fascinado con la cara y las manos apoyadas contra el cristal. La tarima siguió girando y el mito de los chochos, como todo lo que viene y va, se encrespó. Años después pude deleitarme sin soltar un billete, tanto tiempo y tantas veces como quise, de tan esponjoso manjar, y la magia de ese misterio, como de todos los que no tienen peanas giratorias, se esfumó. Cuando salimos a la calle me preguntó si me la había machacado, cuando le respondí que no se echó a reír en toda mi cara. Qué salaó…”.

Reverso