Comodidades envenenadas

Dicen que cuánto más haces una cosa, más quieres hacerla. Será por eso que cuánto más calidad de vida tenemos, más queremos superarla: la ambición humana, que para lo bueno y para lo malo no parece conocer más límites que los que se le imponen; y ni estos parecen aceptar.
Las comodidades que se tienen en España respecto a hace ya no digo quinientos años, sino cincuenta, sólo pueden ser entendidas desde la ciencia ficción. ¿Es proporcional la ligereza con la que nos permite vivir la tecnología con la felicidad? Quizás seamos más felices, pero desde luego es imposible que esta diferencia sea proporcional: si lo fuese significaría que antes el 90% de la población se suicidaba, y ahora el 90% viven flotando en el cielo rosa de un anuncio de compresas.

Cojamos como muestra un pequeño botón, las ventanillas de nuestros automóviles. Antes se bajaban con la mano, ahora dando a un interruptor. Más comodidad menos fortaleza. Lo mismo sucede con la extracción de muelas, que antes se quitaban sin anestesia. Llegado el caso, y está por ver, podría convencerte de bajar de vez en cuando la ventanilla con la manivela, pero desde luego me mandarás al carajo con lo de la muela. Yo también pienso usar la anestesia en el dentista. Tengo tan claro cómo tú que no quiero sufrir, pero igualmente tengo claro que la dirección que hemos tomado no está exenta de sombras. Quiero jugar, jugar, y jugar, y alguien dirá, ¿y por qué no? Yo mismo digo, ¿Y por qué no? No lo sé, yo también quiero creer que una vida de baile y polvorín no sólo es posible, sino beneficiosa, pero una parte de mi, quizás una parte enfermiza y acobardada, me susurra que esto no es ni posible, ni deseable.

Hemos acabado haciendo los dioses a nuestra imagen y semejanza, y ahora queremos hacer el mismo traje a medida a la vida. Somos los sastres de las incomodidades. Cuando algo molesto aparece nos frustramos y le diseñamos un uniforme sin pliegues ni rozaduras, pero, si esto es posible, ¿que será en el futuro de nuestra tolerancia la frustración? Estúpido es sufrir por sufrir, alargar el dolor, potenciar la tristeza, pero tanto o más estúpido es pretender eliminarla. ¿No será mejor regularla? Podemos empezar por bajar una de cada diez veces la ventanilla con la mano.
Si concebimos la felicidad como un traje sin rozaduras, y tenemos el infortunio de diseñarlo, acabaremos asfixiados por un insubordinado pliegue en el cuello de nuestra camisa.

Con permiso del viento.