Cuarentena. Capítulo 14

28-03-2020

    Hoy hay tormenta. ¿La hay? Difícil es saber, los días van pasando factura y uno no puede fiarse mucho de lo que ve.
    —¿Es el fin del mundo?
    —No chiquilla, sólo es una tormenta.
    —Hasta las tormentas son más fuertes con El Señor.
    —No permitas que todo acabe girando en torno a ese virus. Esto es una tormenta. Estoy seguro, las conozco bien.
    —Tengo miedo.
    —Eso es porque no te gusta sentirte pequeña.
    —¿A ti sí?
    —Soy viejo, hace muchos años que he dejado de sentirme grande.
    —Me falta humildad.
    —Por suerte. Si no eres soberbia con diecisiete años, ¿cuándo serlo? Sólo desde la soberbia es posible luchar contra las tormentas.
    —¿Pero dices que es imposible ganar?
    —¡Y dale! Dudo de si alguna vez conseguiré que te lo metas en la cabeza. Clara, nunca ganaremos a la tormenta. Probablemente, y aunque se nos escape el motivo, no la ganemos porque no debamos ganarla. Quizás luchar contra ella da sentido a nuestra vida porque, aunque nos neguemos a creerlo, a los diez, mil o diez mil días ininterrumpidos de disfrutar tumbados en nuestra barca, con un coctel en la mano y un mar en calma, cojamos todos los cocos con los que nos hemos estado haciendo la bebida esos años y uniéndolos todos con una cuerda, los lancemos al agua para que su peso nos arrastre hasta las profundidades que acaben con esa agónica felicidad plana sin fin.
    —¿Estás diciendo que la felicidad da infelicidad?
    —Todo lo que se repite en el tiempo se vuelve invisible a tus ojos.
    —En psicología se llama habituación —se unió el padre.
    —¿Desde cuándo llevas ahí? —quiso saber Clara.
    —Desde el primer trueno.
    —Le dejo con su hija, me estoy quedando frío.
    Mateo se metió en su casa sin abrocharse la chaqueta. Por qué iba a hacerlo, siempre fue un hombre caluroso. Incluso los días de tormenta, como aquel, repelía el frío como la piel las gotas de agua. No entró buscando el calor, se fue para que padre e hija tuviesen el suyo propio.
    —Si lo piensas, Clara, te acostumbras a la dosis de nicotina, a tener el frigorífico lleno, a la silla vacía que ha dejado tu abuelo en la mesa, a la nariz que te parece monstruosamente grande y al coche nuevo que los primeros días tenía el poder de hacerte olvidar que estabas en un atasco. Te acostumbras a los 40 grados del verano y a los 0 grados del invierno. En las ciudades te acostumbras a no ver la salida del sol ni la fase en la que está la luna. Si te acostumbras a todo aquello que se repite el número suficiente de veces en el tiempo, ¿por qué no ibas a acostumbrarte a la felicidad? La felicidad para que exista, precisa del contraste. Si acabásemos con la oscuridad, créeme, la luz nos cegaría.
    —¿Entonces papá, hay que dejar de luchar contra la tormenta?
    —¡No! Todo lo contrario. Esa lucha es la que nos mantiene vivos como la tensión que se acumula en el acto sexual acaba en la liberación del orgasmo. Hay que luchar para que la tormenta no nos aplaste.
    —¿Y cómo lo logramos?
    —Hay que hacer como esos surfistas que cuanto más grande es la ola, cuando el resto de bañistas huyen, ellos cogen sus tablas y se lanzan al mar. No es una temeridad, llevan toda la vida preparándose. Por buenos que sean, antes o después una ola les engullirá. Como a todos. Si una piedra no les golpea en la cabeza, cuando lleguen al fondo se impulsarán con sus pies y saldrán a la superficie. Para sobrevivir, también hay que saber dejarse llevar. Si luchan contra la corriente cuando esta aún es demasiado fuerte, se agotarán y se ahogarán. La supervivencia pasa por saber discernir cuando parar y cuando avanzar. Sobra decir que antes o después, habrá una ola que nos lleve con ella hasta hacernos formar parte del océano. Hasta entonces, la pericia del surfista no sólo le permitirá crestear las olas mucho más tiempo, sino disfrutar mientras lo hace. No sobreviven a la tormenta, la disfrutan.
    —¿La disfrutan?
    —Entiéndeme. En toda vida hay olas de dimensiones bíblicas que el surfista da por hecho le abofetearán. Todo el que hace deportes de riesgo tiene momentos dónde maldice haberse metido dónde se encuentra, es normal, pero en el cómputo general no dejaría de hacer lo que hace, porque teme más una vida con miedo que una vida corta.
    —Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver.
    —No hablo de ese tipo de personas, sino de aquellas que se enfrentan a los riesgos desde la responsabilidad, la prudencia y el entrenamiento. Inevitablemente, todo el que se acerca a sus límites da un traspiés de vez en cuando pero, si has entrenado tu cabeza y tu cuerpo, y llevas escrito en la frente responsabilidad y prudencia, no hay ningún motivo para que tengas que matarte.
    —Pues la ola que está levantando este puto bicho es grande de narices.
    —Sí. De todas formas, es más impactante por su anchura que por su altura. Está afectando a siete mil millones de bañistas, pero no es más alta que la de cualquier surfista que hace cuatro meses tuvo que enterrar a su pareja o le dijeron que su hijo tenía cáncer.
    —¿Que puede hacerse contra esas olas?
    —Cuanto más la surfees más tiempo tardará en derribarte. Cuando su lengua te desmonte, y lo hará, lo más importante después de ser zarandeado y llevado a las profundidades, es ubicarte, estudiar el camino a la superficie y, nadar con todas tus fuerzas para llegar a ella. Luego habrá que buscar aprendizajes que te ayuden a minimizar su azote en futuras ocasiones.
    —Entonces, siempre habrá tormentas.
    —Por suerte. Menos los tsunamis, el resto son divertidas. Nos recuerdan quién manda, nos reta a dominarlas, lo cual nos mantiene realizados y nos da un sentido, y cuando pasa, nos permite como a los surfistas, sentarnos en nuestras tablas a disfrutar del agua, del viento, las nubes, los pájaros, los peces, nuestros compañeros surfistas, el sol, la luna y las estrellas.
    —¿Alguna vez has surfeado papá?
    —Jamás.
    Padre e hija se echaron a reír.
    —¿Qué no debe faltarle a un surfista?
    —Déjame pensar —su padre dejó marchar la mente, confiando encontrar las respuestas dentro de los amenazantes cumulonimbus dónde se posaba su mirada—. Humildad, ambición, amor, respeto, inteligencia, determinación, capacidad de sorprenderse, trabajo en equipo, individualismo, una pizca de egoísmo, soñador y, una buena dosis de agresividad bien dirigida.
    —Con qué agresividad, ¿eh? A partir de hoy te voy a llamar doctor Sly.
    —¿Sly?
    —Sí, el apodo con el que se conoce a Sylvester Stallone.
    —Pues me harás muy feliz, hija. Eso hacemos los psicólogos, ayudar a aquellas personas que están bloqueadas por sus tormentas, como cuando Sylvester Stallone salva al prisionero en Rambo II. Nos lanzamos al agua con ellos, les acompañamos, les escuchamos, indagamos en las personas y situaciones que marcaron su forma de nadar cuando eran niños e inevitablemente, aunque son sus olas, acabamos tragando algo de agua salada con ellos. Les animamos a no temer la mar, a no huir cuando el viento arrecia y levanta la ola hasta tapar el cielo. Les enseñamos a dirigir su agresividad, a encontrar su voz, cada uno la suya, el motivo por el que surfear mientras haya mar que bañe sus pies. Sólo hay una diferencia con la película.
    —¿Cuál?
    —Los psicólogos no salvamos a las personas que nos piden ayuda, les enseñamos a salvarse. Le convertimos en su propio Rambo.
    Un trueno salido directamente del culo del abismo hizo retumbar los cristales. El doctor Sly dio un respingo que le molestó no pasase desapercibido a su hija.
    —¡Joder!
    —¡Mira papá! ¡Allí!
    El cielo se había vuelto negro como boca de lobo. Los rayos y truenos se sucedían como la Mascletá valenciana que se había cancelado. Un viento furioso zarandeaba los árboles, se habrían partido si no fuera porque ellos son flexibles y saben que a veces, la única forma de vencer a la naturaleza, es no luchando contra ella; cediendo. La lluvia caía con toda la mala leche de la que era capaz y, entre tanto alboroto, algo abombado se deslizaba entre las tinieblas. Era un parapente gobernado por una mujer sin edad, pues la edad sólo nos marca cuando dejamos de tener proyectos.
    —¡Es María Jesús!
    María Jesús era la directora del Centro Álava Reyes, dónde trabajaba el doctor Sly tres días a la semana.
    El parapente intentaba acercarse, pero las ráfagas de viento la sacudían peligrosamente. Era cuestión de tiempo que se estrellase contra la fachada del edificio o un árbol. La mujer gritaba con todas sus fuerzas, pero la tormenta acallaba ruegos y peticiones.
    —Creo que intenta decirnos algo, papá.
    —¿Oyes lo que dice, hija? No consigo más que coger palabras sueltas. Tienes, móvil, paciente..
    —¡Lo tengo! —se alegró Clara—. Dice que tienes el móvil apagado. Ha venido para decirte que contactes con ella, que un paciente ha llamado preguntando por ti.
    Cuando padre e hija levantaron sus pulgares, María Jesús dio un tirón de su manilla derecha y el parapente giró 180 grados perdiéndose en la tormenta.
       
    

APORTACIONES:

«Dedico este capítulo a todos mis compañeros de Álava Reyes, surfistas experimentados al pie de la ola, y a todos los psicólogos que en esta tormenta, en todas las que hubo y, en todas las que vengan, siempre están dispuestos a tirarse al agua por quien pida su ayuda para enseñarles a “nadar”, sin reparar en las tormentas que a ellos mismos les acechan».
Puedes ver todo lo que se está haciendo desde el equipo de Álava Reyes en este link: https://www.alavareyes.com/coronavirus/

Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
 

Reverso.