Cuarentena. capítulo 22

     5-04-2020

     —Buenos días.
    —Meteo, ¿sabes cuantas veces me has dado los buenos días con hoy?
    —Ni si quiera sé muy bien en qué día vivo.
    —Veintidós. Veintidós putos días.
    —No hables mal niña.
    —Qué más da que hable mal. Qué más da todo.
    —Cuando todo se desmorona, mantener las formas mantiene el todo.
    —No sé qué diablos dices.
    —Los símbolos, las palabras, a veces es lo único a lo que nos podemos agarrar para seguir siendo lo que somos.
    —Somos lo que somos, no las palabras.
    —Sí, en condiciones normales, pero cuando la esperanza es destruida por una realidad implacable, sólo las palabras pueden evitar que nos quitemos los zapatas y dejemos de andar.
    —No hay lugar dónde ir. ¡Estamos encerrados en nuestras putas casas!
    —Por eso, más que nunca, nos debemos a nuestras palabras. Y a elegir con sumo cuidado las palabras que dejamos que nos lleguen.
    —Hablamos y hablamos desde hace veintidós días en la terraza. Hablamos de los por qué, los cómo, los qué hacer. Escudriñamos la humanidad, la criticamos, le sacamos sus vergüenzas y sus virtudes, levantamos un mercadillo lleno de puestos con buenos consejos e intenciones. Mateo, estamos perdiendo el tiempo. Disimulamos hablando para no darnos cuenta, nos da la sensación de hacer algo, pero no avanzamos, sólo nos movemos, como esas ratas estúpidas que corren en una rueda. Estoy segura que piensas como yo. ¡Niégamelo!
    Mateo dudó. Qué debía responder a su vecina de diecisiete años. Su instinto le pedía protegerla, ¿pero no era precisamente eso, nuestro ridículo auto proteccionismo, lo que nos había llevado no a esta crisis, sino a vivirla con tanto estupor? Por otro lado, ya lo había dicho él, ahora más que nunca había que mantener las formas, no caer en extremismo ni giros alocados. Él era un hombre de ochenta años y ella una adolescente de diecisiete, alinearles como si la edad no fuese un valor, sería aceptar que el sistema se había caído y estábamos gobernados por el caos, un caos que no entiende de fechas de nacimiento. Optó por mostrarle sólo una parte de sus sentimientos.
    —Clara, a menudo me siento cómo tú. Digamos que la mitad de las cosas que digo con cierto convencimiento, no me convencen cuando me callo. Mi boca habla para tranquilizarme, porque cuando la dejo cerrada los pensamientos se me amontonan en la garganta hasta el punto de que se me atraganta la vida. Para qué hablar, para qué escuchar, para qué escribir, para qué leer. No lo sé. ¿Cómo no voy a pensar, al igual que tú, que somos dos idiotas venidos a más distrayendo sus miedos a base de conversación? ¿Qué sí perdemos el tiempo? Perder el tiempo es dejar de hacer algo valioso por hacer algo absurdo. Clara, aquí encerrados, ¿podemos hacer algo más que intentar entender, intentar ayudar al prójimo, intentar ayudarnos? Nuestras conversaciones no son un fin, son un medio. ¿Qué si sirven para algo? Sirven para darnos sensación de control, para sentirnos útiles, para formar parte de este latir de la humanidad luchando contra un viento común, sirven, como dar los buenos días cada mañana, para no perder las formas, para hacernos creer, sea o no cierto, que podemos hablar con la vida, negociar con ella, aunque nunca tengamos la última palabra.
    Se agarró con fuerza a la barandilla de la terraza, como si necesitase encontrar un punto de apoyo ahora que el suelo se había abierto bajo nuestros pies arrastrando los pillares que hasta ayer sustentaban la llamada realidad. Con la mirada fija en la eternidad, ahora que todo se había parado más al alcance de cualquiera que saliese a su encuentro, continuó:
    —Algo que individualmente, por fuerza mayor todos íbamos a comprender a lo largo de la vida en varias ocasiones, esta cuarentena nos ha sentado a la vez a siete mil millones de personas en los pupitres de nuestra mesa y nos ha dicho: “¡Callarse de una puta vez, joder! —“Es qué…” —“¡Ni es qué ni hostias! Hoy os calláis. Adaptaros a lo que os mando y, ya veremos en qué acaba todo esto. Mañana podréis hablar”. —“¡¡¡Mañana!!!» —“No os quejéis, os dejo seguir hablando en muchas cosas”.
    —Mateo, palabras y más palabras. Ninguna cambia el hecho de que ayer anunciaron que tendremos que estar, al menos, hasta el 26 de Abril encerrados.
    —Las palabras no sólo son palabras. Chiquilla, crea ideas bonitas, porque otras ideas aún más bonitas saldrán a partir de ella. No hablo contigo porque sea importante lo que te cuento, hablo contigo porque sé que de mis palabras saldrán a través de ti otras aún más bellas. Quizás no hoy, quizás no a mí, pero saldrán.
    —O no.
    —Yo quiero pensar que sí.
    —Porqué.
    —Porque así lo he decidido.
    —Estoy tan furiosa. Quiero pegarme, quiero gritar, quiero saltar y acabar de una vez por todas con este sufrimiento.
    Clara agitaba los brazos con violencia, se arañaba los antebrazos, se tiraba del pelo, apretaba los puños, daba gritos de los que no salía sonido. Su padre oía todo desde la habitación contigua. Lloraba de impotencia, sabiendo que no podía hacer nada por su hija. No era el abrazo de su padre lo que necesitaba, sino como Mateo intentaba enseñarla, el abrazo que ella misma pudiese darse con sus propias palabras. Con todo no pudo, ni quiso, evitar asomarse a la ventana y poner su granito de arena sobre el tratado que había enhebrado Mateo sobre el valor de las palabras.
    —Hija, desahógate —le dijo desde el quicio de la ventana.
.     —Ya lo hago papá, no ves que estoy desquiciada.
    —No te estás desahogando, estás hablando. No sólo importa el fondo de las palabras, también cuenta la forma.
    —No te entiendo.
    —Grita hija. ¡Grita!
    —No puedo.
    —No tengas vergüenza.
    —No sólo es vergüenza, no quiero contribuir a generar mal rollo. Bastante mierda hay ya para que una loca del coño se ponga histérica.
    —El problema no es la queja, sino las quejas. No sólo no harás mal ni a ti ni a nadie por expresarte, harás mucho bien. En las guerras largas hay que permitirse agacharse, para después levantarse con más fuerza. Nadie camina tanto tiempo, y tan cuesta arriba, sin bajar de vez en cuando la cabeza. Y el que lo haga, se equivoca de estrategia. El que nunca baja la cabeza es porque teme no poder volver a levantarla. Confía en ti. ¡Vamos, Clara!
    —¡Estoy harta! —se lanzó. El grito rasgó el silencio de la calle hasta hacerla sangrar—. ¡Quiero salir de una puta vez!
    Las ventanas se abrieron. La gente se asomó a ver qué sucedía en la plaza del pueblo.
    —¡Aaaaaaaaahhhhhhhh! —se desgarró de rabia.
    Tras un silencio, los gritos, amenazas, insultos, llantos, quejas, súplicas, blasfemias y demás voces salidas de las entrañas del vecindario, se fueron uniendo a la ola de rabia. Esas entrañas a las que no se les puede poner palabras, porque sin contradecir a Mateo, hay emociones, las más puras, las más humanas, que son tan poderosas que ni hoy, ni nunca, podrá nada ni nadie explicarlas, acotarlas, doblegarlas ni mucho menos, comprenderlas. Viven, están ahí, y a ellas nos sometemos.

 

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reverso.