10-04-2020
Como un mono que sujeta unos zapatos en sus manos sin saber qué hacer con ellos, Clara hablaba a voces desde su teléfono. No estaba sorda ni lo estaba quién había al otro de la línea, sencillamente era una simia con un artilugio que no sabía muy bien para qué servía. Con todas las cosas que podían hacerse con un teléfono, lo adherida que estaba la totalidad de su vida a ese pequeño aparato del tamaño de una cajetilla de tacaco y, nunca, jamás de los jamases, hubiese pensado Clara que sirviese para hablar con otra persona. Sí, sabía que estaba en sus características técnicas, como los coches tienen airbags, pero por suerte la mayoría de conductores nunca llegan a ver esas enormes pompas de chiche explotando en su cara. Más sorprendente aún, es que la modernidad había borrado de la memoria hábitos instaurados, y ya no sólo era raro ver a una adolescente hablar por su teléfono móvil, es que los bípedos de setenta años se mandaban whatsapp en lugar de llamarse por teléfono. En los 27 días que llevaban en cuarentena esta curiosa especie llamada seres humanos, se habían dado más conversaciones por teléfono que en los últimos diez años.
Los jóvenes y, ya he dicho los no tan jóvenes, viven amarrados a su móvil como un conductor no suelta la mano del volante. Es la batería que hace latir su corazón, hasta el punto del paro cardiaco si se separan de ellos. Tanto será así, que los llevan mientras cagan, mientras duermen, mientras comen, mientras tienen sexo, mientras discuten y mientras ríen. Estaba hablando Clara con Mateo en la terraza con el móvil en la mano. No lo he dicho hasta ahora, pero todas las conversaciones en las que ha estado Clara durante esta cuarentena, su móvil ha estado en alguna de sus manos, a veces apoyado en su rodilla, lo más lejos sobre una mesa. Siempre al alcance de la vista, no vaya a ser que la distancia sea excesiva y las ondas del teléfono no lleguen con fuerza y su corazón se pare. Clara casi se cae del susto cuando su teléfono empezó a sonar. Fue como una madre que tiene un hijo de diez años y nunca le ha oído hablar. Al principio la llamaban sus padres muy esporádicamente, pero ya les dijo que jamás hiciesen tal cosa, qué si estaban locos y, que desde luego locos debían estar si esperaban que ella contestase. Les dijo que la mandasen mensajes, a lo sumo, si el asunto era muy grave, un audio, pero por favor, si de verdad me queréis, no volváis a dejarme en ridículo delante de mis amigas llamándome por teléfono. Pero el Puto Bicho había cambiado muchas costumbres, esta era una de ellas. No sólo le hizo ilusión escuchar la voz de su amiga, sino que las conversaciones entre adolescentes por teléfono, volvían a ser como siempre habían sido: largas y muy, muy, íntimas. Clara mandó a su padre a tomar el aire a la ventana bajo el pretexto de que tenía que hablar con su amiga, “de sus cosas”. Antes pillarás a un agente de la CIA el mensaje encriptado que ha dejado en pepitas de manzana, que escuchar la conversación de un adolescente. Al menos eso se creen ellos, porque los espías de la CIA son unos panolis al lado de unos padres.
Estaba el padre de Clara mirando por la ventana cuando unos gritos llamaron su atención. Venían del sexto, de El Gilipollas.
—¡Cuidado!
Alertó el gilipollas a un viandante. Este se asustó y tras no comprender el peligro, siguió con su camino.
—¡Allí!
Otro se dio la vuelta y tras no ver nada, prosiguió.
—¡Corre insensato! —esta vez su aviso fue acompañado de una expansiva carcajada—. ¡Qué te pilla el culo! —reía hasta el atragantamiento.
—¿Se puede saber qué sucede? —le amonestó un hombre desde el octavo.
—Intento salvar a esas personas.
—De qué.
—De su patético miedo.
—Quién se cree usted que es para hablar así de alguien.
—No hay que ser nadie especial, solo hay que observar y pensar. Llevo aquí sentado una hora viendo la gente pasar. De cada diez personas, nueve llevan mascarilla. La distancia entre ellas es de más de cinco metros, están al aire libre, su uso no es obligatorio y, con todo, ahí van todos con sus mascarillas.
—Igual vienen del supermercado.
—¿Todos? No lo creo. En cualquier caso, esos cinco minutejos que puedes bajarte la mascarilla al cuello y respirar el aire más puro que jamás ha tenido Madrid, ¿por qué sigues llevándola? Yo te lo diré, por cobardía y por moda. Por cobardía porque no lo haces para no contagiar, sino porque te sientes más protegido. Aunque tus escupitajos hubiesen ganado las olimpiadas de salto de longitud no llegarían al humano más cercano con el que te cruzas. Pero más me jode que lo hagan por moda. Ahora eres guay si no comes carne, si vas en bicicleta, si llevas bragas verdes. Para dos que lo hacen concienciados, los demás lo hacen porque es lo que toca, es lo molón, como fumar hace años o los hombres dejarse barbita. “Yo cuido de ti”, dicen orgullosos. Anda e iros todos al carajo. ¿Lavarte las manos cien veces, no bajar a la calle en dos semanas o llevar mascarillas andando por una calle semi desierta, lo haces por mí? ¡Anda ya!, lo haces porque tienes más miedo que un ternero y porque te mola la imagen de superhéroe que te devuelve el espejo.
—Y qué cojones sabrás tú de por qué la gente hace lo que hace.
—Ya te lo he dicho amigo, observar y pensar.
—No soy tu amigo. De hecho me pareces un cretino. Estamos todos pasándolo mal, encerrados sin ver a nuestros seres queridos, ¿y tú te dedicas a ridiculizarnos?
—¿No podemos estar dos meses sin ver a nuestros seres queridos? ¿De verdad? Entonces, ¿qué hacen los padres con los hijos que se van seis meses a estudiar a otro país? Qué hacen la mayoría de las cuidadoras de nuestras casas con sus familias, ¿acaso ellas no están años sin ver a sus padres, hermanos e hijos? No tengamos tanta pena de nosotros mismos ¿Es difícil este aislamiento? Sí, pero ya está, no estemos todos los días dando a la zambomba con lo horrible que es no verse durante dos meses. Seguimos siendo niños caprichosos que no paran de protestar cuando un cambio de planes les deja sin ir al cine.
En ese momento, un huevo lanzado con precisión de campeón olímpico de jabalina, le estalló en toda la cara. El golpe le hizo daño. En condiciones normales, el infractor habría corrido a esconderse, pero al contrario, el lanzador permanecía inalterable en su terraza. Era el vecino del octavo. Le miraba intimidante. Y su mirada intimidaba. El vecino del octavo era un hombre de bien pasados los cincuenta años, calvo, buena apariencia, educado y formal, de esas personas que dentro de su concepto de éxito está hacer deporte y tener un cuerpo fuerte. Ateniéndonos a sus brazos, el vecino del octavo tenía mucho éxito. Era una especie de gladiador con corbata, de Navy Seal retirado que pasea por el parque con sus hijos, vamos, alguien que debajo de su formal apariencia, se liaría a hostias con un yihadista armado con un cuchillo, o perseguiría hasta el infierno al chaval que ha robado a una anciana, aunque la cantidad usurpada no llegue a cincuenta céntimos. Sí, el vecino del octavo era un justiciero y, como los soldados, estos caen bien o mal según a qué lado de la justicia caigan sus puños.
—No tiene sentido esta discusión —intervino desde la ventana del cuarto el doctor Sly—. Lo mejor es que se meta en su casa —se dirigió Al Justiciero.
—Porque usted lo mande.
—Yo no mando nada, sólo se lo sugiero. Tirando cosas no va a lograr nada.
—De momento he conseguido que se calle.
—No creo que nadie haga callar a ese hombre.
—Le puedo asegurar que sí.
—Si para callarle tiene usted que acabar con una denuncia, no estoy seguro quién está callando a quién.
—No podemos mirar para otro lado ante esta gente, no debemos hacerlo.
—No le digo que lo haga, pero si no puede mantenerle la mirada sin lanzarle cosas, usted tampoco está a la altura.
—Ahí puede tener razón.
El Justiciero puede ser una persona razonable, siempre y cuando su llama de héroe hollywoodense no esté encendida.
—Algún día te van a partir esa bocaza que tienes —sentención desde las alturas mandando su rayo divino dos pisos más abajo—. ¡Gilipollas! —lubricó antes de meterse dentro.
El Gilipollas se retiró con fingido orgullo los restos de cáscara de huevo de su rostro.
—Tienes que tener cuidado con lo que dices —apostó el doctor Sly.
—Todavía, aunque no por mucho tiempo, este es un país libre dónde puedes decir lo que quieras.
—Sí, pero el de enfrente también puede hacer uso de su libertad para arrojarte huevos.
—No es lo mismo. Él no puede denunciarme por hablar, insisto, hoy por hoy, pero en cambio si puedo denunciarle yo a él por agresión.
—Cierto. Pero esa verdad no cambia otra. Te estás limpiando un huevo de la cara. Y puede ir a más.
—El otro día cuando fui a salir de casa me di cuenta, de pura chiripa, que me habían echado cola en la cerradura. Si llego a cerrar la puerta me quedo fuera.
—No es que tengas mucha sensibilidad a la hora de decir las cosas y, no es que pilles a tu auditorio en el mejor de sus momentos.
—Dos semanas aquí encerrados con todo tipo de comodidades y todo son quejas, lamentos, lloros. Lo de Sarajevo en la guerra de los Balcanes sí que fue un encierro, cuatro años escondidos como ratas mientras caían las bombas, sin luz ni calefacción, y cuando salían a por agua se jugaban a la lotería que un francotirador les rebanase la cabeza. No como ahora, que uno sale a Mercadona a llenar la nevera de helado para volver a casa con WIFI, Netflix y demás comodidades. Eso sí que era tener los cojones bien puestos, no lo de ahora. Estamos amariconados, con esta actitud sí que se va el mundo a la mierda, y no con el bichito de los cojones. Dime, ¿no estás de acuerdo?
—Lo estoy con una parte del fondo, no lo estoy con la forma. No puedes compararnos con esas personas, porque la verdad, en los aspectos que hablas poco tenemos que ver con esas personas. Su situación les obliga a tener unos músculos desarrollados que en nuestro caso se han atrofiado. ¿Es esto malo? ¿Es malo que nuestros brazos y piernas sean menos fuertes porque no tenemos que cazar los alimentos en la selva? Lo es si deja de llegar el alimento a nuestros supermercados, pero cuando en cincuenta años han estado llegando, sería un desperdicio de energía tener el bíceps de un cazador. Compartimos la misma constitución fisiológica que un africano, sólo que algunos músculos los tenemos oxidados. No me avergüenzo porque al coger un poco de peso mi brazo se resienta, en la vida de los españoles de los últimos cincuenta años no hemos tenido que coger mucho peso. Algunos duelos, despidos, rupturas sentimentales. No es que la vida haya sido un paseo de rosas para nosotros pero, ciertamente, al lado de alguien que vivió la guerra en Sarajevo o el hambre en África, estamos más flojos. Danos tiempo, somos listos y muy adaptativos, si hace falta aprender a cazar en la selva, aprenderemos.
—Nenazas.
—Aunque estoy de acuerdo con la flojera de algunos músculos, no podemos negar que esta situación pesa lo suyo.
—Esta crisis es una limpieza étnica de la naturaleza. Cuando hay una riada, el torrente de agua se lleva a algunas personas prudentes que estaban alejados, pero sobre todo se lleva a los que un día de lluvia estaban paseando por la orilla. Este virus se llevará por delante a aquellos que peor salud y economía tengan.
—Me temo que este virus está engullendo a gente que ha estado haciendo las cosas bien pero, si fuera como dices, ¿no te da pena?
—Depende. Si has estado fumando como un cosaco y este bicho te lleva por delante, pues qué le vamos a hacer. Todos queremos fumar, si renunciamos no es porque no nos guste, es porque no queremos comprar papeletas para el otro barrio. Si fumas y luego te toca, pues macho, a eso has jugado. No me alegro, pero en fin, sabías a lo que te arriesgabas. Y lo mismo te digo con los trabajos. ¿Para qué tienes tres hijos si tu economía es para tener uno? Habrá mucha gente que le encantaría tener familia numerosa pero para no llegar a fin de mes justos, renuncian a una de las cosas que más feliz les haría. ¿El que tiene tres hijos sin ahorros debe despertar nuestra pena? Coño, más debería despertarla el que ha tenido uno queriendo tener tres, pero ha sido responsable.
—¿Sabes cómo continuaría esta conversación en condiciones normales? Te diría que eres un gilipollas, un cabrón insensible. Eso te llevaría a enrocarte en tu postura, es más, la defenderías cada vez con más frialdad y convencimiento, lo que me enfadaría llevándome a su vez a enrocarme en mis argumentos. Dejaríamos de escucharnos, convencidos de que el otro sólo sabe decir idioteces, quedando nuestro diálogo reducido a un intercambio de monólogos cuya finalidad es convencer al otro. No voy a permitir que eso suceda.
—Tú mismo.
—Ya has dejado claro que desgraciadamente esta riada se llevará a gente que estaba haciendo las cosas bien, pero quiero que supongas que yo soy uno de esos imprudentes que estoy un día de alerta naranja por precipitaciones fumándome un pitillo con los pies en el río.
—Las personas que se pierden en la montaña y no llevan el quipo adecuado tienen que pagar el rescate, cuando no una multa.
—Tu postura está clara y desde luego, tiene su lógica. La cuestión, es que tengo coronavirus y como llevo veinte años fumando, me han dicho los médicos que voy a morir en tres días. Estoy frente a ti, desolado, muerto de miedo, desgarrado por dejar a mis hijos huérfanos, arañándome la cara de la rabia por haber sido tan estúpido de no haber dejado antes esta adicción, llorando como un crío al que sólo podría consolarle su madre y, lo único que quiero saber, lo único, es como te sientes ante mí.
—Me da pena, pero…
—¡Alto! No huyas de tus emociones con las palabras, no racionalices. Te da pena, porque sea por lo que sea, sufro. Algo a lo que no eres ajeno. Tienes tus teorías, algo contundentes y frías, pero bueno, para esos son teorías y no emociones, es en su defensa dónde pierdes tu humanidad. Cuando te sientes atacado te vuelves frío.
—La gente es demasiado caliente. La muerte siempre ha estado con nosotros. Probablemente este virus suba la media de 280.000 muertes anuales que es lo que suele registrarse a, qué, ¿350.000? Desde una perspectiva global, que España pierda 70.000 personas no sólo no es una desgracia, puede ser un alivio para un sistema colapsado. ¿Es que ya hemos olvidado esas montañas, carreteras, playas, medios de transporte, centros comerciales y calles atestados de humanos?
—Mi padre ha muerto. Solo. En cuatro días. Ya sé que hay muertes peores, que siempre las ha habido y las habrá. Me importa una mierda, el caso, es que mi padre, ¡mi padre!, se ha ido y ni siquiera he podido cogerle la mano. Una vida de entrega a sus hijos y no he podido decirle ni gracias. Se lo pegó a mi madre. Probablemente ella no muera. Está ingresada. Sola. Llorando a su marido, desolada de no poder apoyar a sus hijos. Estoy en casa solo, mis hermanos están en otra ciudad, no podemos más que llorar a través de una puta pantalla. Voy a volverme loco, no puede ser verdad que esto esté sucediendo. No puede ser verdad que mi padre se haya ido, que no pueda volver a pedirle consejo, que mi madre esté sufriendo tanto, que ayer celebrásemos todos en familia el cumpleaños de mi sobrina. Si tuvieras a esta persona en frente, a dos palmos de ti, ¿qué te pediría el cuerpo hacer con tu mano?
—Posarla sobre su hombro.
—Tus ideas son radicales, no permitas que la radicalidad de quién te escucha te vuelva insensible. No hemos conseguido que tus ideas sean distintas a las que defendías, tampoco lo pretendía, pero es que hay unos sentimientos detrás de esas ideas que nunca salen a la luz, para empezar, porque ni tú mismo sabes que los tienes, volcado como estás en defenderte de los demás. Más te vale que aprendas a comunicarte, la gente no va a tener tanta paciencia como yo.
—Tendré en cuanta lo que dices, pero sigo pensando igual.
—¿Por qué no ibas a hacerlo? No pretendía quitarte tus ideas, sólo ampliarlas con otras que sin tu saberlo, también son tuyas.
—¿Cómo te llamas?
—Puedes llamarme doctor Pataky.
Cuando el doctor Pataky se fue a meter en la habitación, su hija le llamó desde la terraza.
—¿Doctor Pataky, papá?
Por Elsa Pataky. Siempre he querido ser una tía buena joven y lozana. Me imagino con mis tres amigas en la habitación mientras nos vestimos para salir de fiesta. Compartimos caricias, alabamos las virtudes físicas de cada una: los labios, los ojos, el vientre, las piernas. Nos tocamos entre todas los pechos para contrastar firmezas, nos enseñamos los últimos modelitos púbicos después de pasar por el peluquero, nos damos cachetitos de amistad en las nalgas y nos destornillamos de la risa mientras nos hacemos cosquillas en la cama. Si El Gilipollas puede decir que los tontos que estaban en medio del río bien ahogados están, si El Justiciero puede tirar huevos a alguien sólo por no estar de acuerdo con él, ¿por qué no iba a poder yo durante esta cuarentena, ser una tía que se mira con orgullo el culo delante del espejo junto a sus amigas?
APORTACIONES:
Ignacio Linares: «A ver Rafa como encajas este diálogo en el libro: Dos semanas aquí encerrados con todo tipo de comodidades y todo son quejas, lamentos, lloros. Lo de Sarajevo en la guerra de los Balcanes si que fue un encierro, cuatro años encerrados en sótanos bajo bombas, sin luz ni calefacción. Y cuando salían a por agua se jugaban la lotería de que un francotirador los matara, no como ahora, que uno sale a Mercadona a llenar la nevera tranquilamente para volver a su casa con Wifi, Netflix y todo tipo de comodidades. Eso sí que era tener los cojones bien puestos en su sitio, no lo de ahora. Estamos amariconados, con esta actitud si que se va el mundo a la mierda, y no con el bichito de los cojones».
Te recuerdo que puedes enviar tus ideas, frases o cosas que quieres que sucedan en nuestro libro a: rafaelromerorico@yahoo.es
reverso.